En nuestro planeta, la única especie que se ha destacado en producir transforma­ciones planificadas ha sido la raza hu­mana. Desde luego, no todos los cam­bios resultaron favorables, pero no nos proponemos ahora valorizar tal aspecto sino solo distinguir una característica humana: la capacidad de emprender.

El estudio de la Historia suele dividir los siglos y mi­lenios en etapas marcadas por hitos. No solo se habla de eventos históricos destacables sino también de logros que, como una suerte de escalera progresiva, llevaron a la hu­manidad a nuevos niveles de comprensión del mundo y hasta de modificación de su entorno. Edad Antigua, Me­dia, Moderna, Contemporánea… el fuego, la agricultura y la ganadería, el dominio de los metales, la escritura, la organización social, la navegación, las ciencias y las nuevas tecnologías. Existen inventores y personas llenas de ideas, y parece que esto ha sido así desde tiempos muy remotos.

No es necesario buscar fatigosamente a tales individuos en cerrados círculos de académicos y genios: pululan a nuestro alrededor. Desde una mejora sencilla para la vida cotidiana hasta un gigantesco megaproyecto, las personas gestan ideas continuamente. Sin embargo, la mayoría de tales ideas no ve la luz en la forma de un buen emprendi­miento. En las grandes ciudades, la velocidad de los cam­bios y la presión de los compromisos hacen que muchas iniciativas viables y útiles nunca puedan convertirse en proyectos exitosos. Así, sencillamente, se desaprovecha el caudal imaginativo de la mente humana. Detengámonos un momento para pensarlo: ¿cuántas de nuestras propias ideas pasan de largo sin tener la oportunidad de ser concretadas?

Algunos definen al emprendedor como una persona optimista. Si bien esta afirmación es acertada, semejante optimismo no implica cerrar los ojos frente a los aspectos negativos de un proyecto; por el contrario, la persona acep­ta ver la realidad objetiva de las condiciones de operación, lo malo junto con lo bueno. Es más, entiende de antemano que podrá sufrir momentos de confusión y perplejidad.

Sin embargo, en lugar de sentirse víctima de las cir­cunstancias, se enfocará en imaginar soluciones viables y en comprometerse a transformar tales ideas en realidad. El suyo es un optimismo objetivo y no el simple y peligroso opti­mismo aparente. Por lo tanto, el emprendedor de éxito no negará la realidad de un problema ni se estancará esperando que la solución llegue por sí sola; por el contrario, se movi­lizará frente a la adversidad tratando de ver cómo convertirla en una oportunidad para modificar el entorno a su favor. Su lema es “provocar el cambio, no sentarse a esperarlo”; su inclinación, aprovechar la mente de modo estratégico.

El último siglo y medio de la historia humana ha recibi­do la influencia del desarrollo de las ciencias teóricas y expe­rimentales, por lo que resulta comprensible que, en general, nuestra cultura se halle atravesada por la valoración de las capacidades intelectuales de los individuos, estimación que a veces resulta excesiva. Sin embargo, enfocarnos en el aprove­chamiento estratégico de nuestras capacidades mentales no exige “ser los más inteligentes”. En realidad, la inteligencia suele especializarse en aquellos temas que son de nuestro in­terés personal, por lo que resulta inútil realizar comparacio­nes entre las personas si no aplicamos criterios de diversidad.

No obstante, la intención de especializarnos en un rubro y de adquirir capacidades emprendedoras requerirá que re­visemos nuestro propio sistema de creencias y costumbres que dan lugar a un modo particular de pensar. De hecho, muchas veces nuestro principal obstáculo suelen ser nuestras creencias: generalizaciones que hacemos sobre el mundo que nos rodea y las experiencias que hemos vivido en él, así como sobre la vida de los demás. Por ejemplo, cuando descubrimos que no estamos satisfechos con nuestra vida actual, o cuando lamentamos no haber logrado ciertas cosas que siempre deseamos, suele ser útil detenernos a revisar nuestro sistema de creencias. Henry Ford decía: “Si crees que puedes o si crees que no puedes, en ambos casos tienes razón”. Muchas de las claves del cambio –quizá no todas, desde luego– se hallan en nuestra mente, en el modo en que logremos encauzar nuestras ideas.

Como aproximación, seguramente convenga realizar un primer detalle del perfil de los emprendedores exitosos, una enumeración de conductas y actitudes básicas:

1. Pasión. Para poder encarar proyectos, el potencial emprendedor debe hacer un viaje introspectivo y pregun­tarse cuáles son las actividades que lo motivan, qué es lo que quiere para su futuro. La pasión debe ser su motor. Lo principal es tener ganas.
2. Visión. Para alcanzar el éxito, se necesita un plan y la visualización de los objetivos finales. El trabajo comienza definiendo los pasos estratégicos que lo llevarán a alcanzar los resultados. Además, a partir del momento en que se es­tablecen las metas, resulta mucho más claro entender cuáles son las prioridades inmediatas y las necesidades reales.
3. Capacidad de aprendizaje. Los emprendedores exitosos son personas humildes que ven, en cada situación, una opor­tunidad para aprender y un modo de compartir experiencias. El intercambio y la variedad de opiniones crean nuevos enfo­ques para encarar proyectos. El buen emprendedor reconoce que siempre está aprendiendo y que puede beneficiarse de todos y de todo cada día. Si no hay disposición a escuchar y formarse, se pierden muchas oportunidades.
4. Búsqueda de resultados. Quienes se mueven con ini­ciativa suelen ser personas prácticas que confían en poder controlar su propio destino. Su visión debe transformarse en objetivos concretos y, para lograrlo, diseñan un plan de acción que incluye todo recurso necesario para su realización exitosa.
5. Determinación y coraje. Gran parte del éxito radica en la actitud frente a los problemas. El buen emprendedor los acepta y busca tomar firmes decisiones para solucionar­los con eficacia. Trata de anticiparse a las dificultades, iden­tificando potenciales errores para corregirlos a tiempo. Por lo general, esto requiere carácter y determinación.
6. Creatividad y sentido de oportunidad. La creatividad es el proceso por el cual las ideas son generadas, desarrolla­das y transformadas en valor agregado. No se trata de rein­ventar lo que ya está inventado, sino de identificar nuevas oportunidades de aplicación. El emprendedor creativo ob­serva lo que ya existe en el nicho donde se quiere desen­volver: su objetivo será mejorar lo existente manteniendo una visión realista de las posibilidades. Selecciona un mer­cado de acuerdo a su pasión, pero verifica que sea rentable. Analiza que cuente con demanda; verifica cómo se viene atendiendo el nicho, cómo están reaccionando los clientes actuales y los potenciales. Sabe que debe jugar fuerte pero, a la vez, con ética.
7. Persistencia. Toda iniciativa debe mantenerse a través del tiempo: tratar de cumplir la meta en un solo intento y darse por vencido no conduce a nada. Cuando los prime­ros esfuerzos no arrojan los resultados esperados, hay que perfeccionar el proyecto un paso a la vez. Hay quienes creen que de la noche a la mañana podrán tener éxito; se necesita aprender a esperar, ya que cualquier meta insume tiempo para ser alcanzada.
8. Trabajo en equipo. El liderazgo del emprendedor se orienta a lograr consenso ante los problemas que se le presentan; así consigue que el grupo humano involucra­do funcione en armonía. Por lo tanto, trata de conseguir la colaboración de personas que tengan sus mismos objetivos pero con diferentes habilidades o fortalezas.
9. Autoestima. El optimismo y la confianza en las pro­pias habilidades resultan ser actitudes indispensables para atraer el éxito.
10. Organización. El emprendedor establece cronogra­mas de actividades que admitan flexibilidad. Trata de ajus­tarse a los planes y sus tiempos.

VIRTUDES APLICADAS EN ETAPAS SUCESIVAS

No siempre resulta sencillo ingresar al ámbito de los em­prendimientos. En primer lugar, debe darse una “toma de conciencia” de la propia postura frente al tema. Por ejem­plo, muchos pueden haber observado el éxito ajeno y ha­berse preguntado: “¿por qué ellos sí y yo no?”. Si algo de nuestro pensamiento discurre en ese sentido, solo indica que somos humanos. Ahora bien, necesitamos transformar tal observación del otro en una fuerza positiva que nos im­pulse a pensar en cómo podemos lograr nuestro propio éxito. Así, primero nos veremos conducidos hacia una teo­ría personal del éxito.
Luego, habrá que poner en práctica las ideas con toda la resolución de cumplir metas. El siguiente paso, entonces, será cruzar la frontera entre nuestros pensamientos y el en­torno… es decir, pasar a la acción.

Hasta el objetivo más ambicioso puede alcanzarse si se divide en etapas y se colocan hitos a lo largo del ca­mino. Cada meta intermedia que se consiga representará un logro que afianzará el curso y desarrollo del proyecto, será un pequeño triunfo que sustentará la confianza del emprendedor.

Desde luego, no existen fórmulas mágicas para el éxito. Ni siquiera deseamos que nos hablen en esos términos por saber cuán fantasiosos resultan semejantes planteos. Casi todo el mundo reconoce que no es factible desarrollarse como emprendedor si no se trabaja en ciertas cualidades básicas como la autodisciplina, el optimismo realista, la adaptabilidad, el carácter firme y humilde, la iniciativa y la tenacidad. La disposición mental correcta es la única fór­mula secreta.

En una ocasión, Walt Disney dijo: “La mejor manera de empezar algo es dejar de hablar de ello y empezar a ha­cerlo”. No cabe ninguna duda: la iniciativa y la proactivi­dad resultan esenciales para muchas tareas. Ya se trate de un simple gesto solidario o de una investigación, ya sea que decidamos enviar un correo electrónico o nos animemos a realizar una llamada telefónica, la iniciativa puede mar­car la diferencia entre una puerta abierta y una cerrada. Sin embargo, no es realista resumir el perfil del emprendedor exitoso con la definición: “persona con iniciativa”. Quizá convenga ver los contrastes y resaltar ahora aquellos aspec­tos que deben evitarse:

El emprendedor no es una persona rígida.

La rigidez es una propiedad indispensable para ciertos ma­teriales de la naturaleza, pero es definitivamente nociva para quien desea convertirse en un emprendedor (en realidad, suele ser nociva para la vida de la gente en general). Todo proyecto presenta momentos inesperados, inconvenientes y variantes no previstas. Mantener una actitud rígida no per­mite enfrentar los contratiempos con éxito.

El emprendedor no lo sabe todo.

Tal vez, con el propósito de sentirse más seguro, un indivi­duo en una función de responsabilidad crea que debe saber­lo todo respecto de su proyecto. Sin embargo, por mucho que lo intente, descubrirá que siempre le faltarán cosas por aprender. Es verdad que ya debe haber examinado el tema, investigado las condiciones y adquirido las competencias necesarias. Aun así, toda esa preparación no impedirá que aparezcan sorpresas en el camino emprendido. Demostrará buen juicio si él o ella es una persona dispuesta a aprender continuamente y a agradecer la colaboración de otros que puedan aportar sus conocimientos y experiencia.

El emprendedor no es cobarde.

No se trata de bravuconadas ni de atropellos imprudentes: que un emprendedor no se acobarde significa que no le teme al fracaso de intentar un proyecto suficientemente analizado, que escapa del conformismo pasivo en el que caen quienes se obsesionan con supuestos “actos seguros”. Si la idea inicial ha tomado forma a través de la investiga­ción adecuada, se puede impulsar el proyecto con el atrevi­miento de quien no teme arriesgar.

El emprendedor no es inaccesible.

Es muy probable que, debido a su propia experiencia soli­taria, algunos hayan cultivado y desarrollado algunas de las cualidades indispensables para los buenos emprendedores, pero si no aprenden a escuchar a los demás y a tratar con ellos, difícilmente podrán concretar proyectos exitosos en el contexto de sociedades tan complejas como las actuales. Las variables en juego son tantas y la competencia tan diversa que resulta indispensable escuchar el punto de vista ajeno. En lugar de encerrarse en una única versión de su idea ori­ginal, el responsable busca asesoramiento y presta atención a la opinión ajena.

El emprendedor no es un perfeccionista empedernido.

El Diccionario de la Real Academia Española define “per­feccionismo” como la “tendencia a mejorar indefinida­mente un trabajo sin decidirse a considerarlo acabado”. Todos reconocemos y valoramos las obras bien hechas y el desempeño profesional responsable y eficaz. Tal excelen­cia suele ser producto de una incesante preocupación por mejorar. En este sentido, una cuota saludable de perfec­cionismo propende a los buenos resultados Sin embargo, los emprendedores de éxito ejercen mucha vigilancia so­bre la tendencia perfeccionista, ya que no pueden darse el lujo de “mejorar indefinidamente un trabajo sin decidirse a considerarlo acabado”. Cuando ven la posibilidad de per­feccionar su producto o servicio, consideran la inclusión de mejoras en futuras versiones o ediciones. Y, si se trata de una idea o proyecto nuevo, saben que necesitarán fijar un término o cierre para los ajustes del lanzamiento; de otro modo, su producto o servicio nunca vería la luz.

El emprendedor no es un idealista ingenuo.

Concretar con buenos resultados un proyecto personal es como “un sueño hecho realidad”. Se inicia en la mente gra­cias a una medida de imaginación y de proyección idealista. Él o ella tiene que depositar una buena cuota de confianza en la promesa que ofrece su original idea, porque sin ese combustible no hay fuerza para empujar dicho sueño hacia la realidad. Esto es, el emprendedor debe contar tanto con imaginación como con sentido común, ya que la parte más ardua e importante de su tarea es la de convertir la idea en una intervención sobre el mundo. Esto significa entender la realidad del negocio y de su entorno, es decir, compren­der y aceptar ciertas reglas de juego que, al menos hasta cierto grado, podrán afectar el desarrollo de un proyecto. Cuestiones de mercado, estadística, costos, competencia, márgenes de ganancia, tendencias, proyecciones, valor de reposición… ignorar la realidad en la cual se desarrollará el proyecto sería indicio de una ingenuidad catastrófica.
La lista previa buscó mostrarnos algunos rasgos nega­tivos. Conviene considerar ahora ciertas competencias ne­cesarias para llevar adelante proyectos con una razonable medida de éxito. Pueden agruparse en cuestiones ligadas con las metas, con los compromisos y con el liderazgo.

COMPETENCIAS VINCULADAS A LAS METAS:

Perseverancia.

Sabido es que debe considerarse al fracaso como parte del proceso y no como una excepción. Asimilar los fracasos permite aprender y redirigir los esfuerzos, pero semejante reacción es resultado de una fuerte voluntad y una firme perseverancia tras los objetivos planteados.

Demanda de calidad.

El mercado no está esperando a los nuevos emprendimien­tos con los brazos abiertos; por lo general, es a la inversa. Por ello, la búsqueda de calidad y excelencia es un objetivo que debe estar planteado desde el comienzo.

Toma de riesgos de forma calculada.

En un punto, emprender un negocio significa tomar ries­gos. Esto no necesariamente equivale a ser un necio o un kamikaze. En otras palabras, el riesgo es inherente a la tarea del emprendedor, y el riesgo calculado permite anticipar de alguna manera el impacto del posible fracaso.

Tolerancia a la incertidumbre.

Quien no tolera la incertidumbre difícilmente podrá llevar a cabo su proyecto, ya que nunca se ofrecen garantías totales de éxito.
COMPETENCIAS VINCULADAS A LOS COMPROMISOS:

Determinación de objetivos.

Es importante contar con una hoja de ruta. No se trata de ceñirse rígidamente al plan o al papel, sino de tener claro hacia dónde ir y poder transmitírselo a los demás. A par­tir de allí, todos los ajustes que sean necesarios deben ser considerados sin sujetarse a esquemas rígidos e inalterables.

Búsqueda de recursos e información.

La búsqueda de recursos es una tarea permanente del em­prendedor y un compromiso ineludible. Dado que los re­cursos de un emprendimiento que se inicia podrían ser escasos, la búsqueda de información pasa a ser la principal fuente para revelar tendencias, competidores, mercados y otras variables igualmente críticas.

Planificación y seguimiento.

La marcha del desarrollo no puede dejarse librada al azar; por el contrario, debe medirse y controlarse con una buena dosis de adaptabilidad y capacidad de maniobra.

COMPETENCIAS VINCULADAS AL LIDERAZGO:

Construcción de redes.

El tejido de redes de contacto es una tarea cotidiana para el emprendedor y su equipo. Sin construcción de redes es muy difícil planear el crecimiento sostenible. Es así como las redes componen un capital propio que puede constituir­se en una ventaja competitiva.

Capacidad de persuasión.

Un emprendimiento requiere tomar decisiones de manera permanente. No todos los miembros del equipo piensan lo mismo en cada uno de los tópicos que cotidianamente se presentan. Se requiere de mucha capacidad de persuasión para lograr que el proceso de toma de decisiones, lejos de generar heridas y resentimientos, sea un elemento de co­hesión y unidad.

Capacidad de trabajo en equipo.

A medida que el emprendimiento crece, el número y la diversidad de los recursos humanos se agranda. Es funda­mental contar con un líder con capacidad para trabajar con los diferentes equipos que se desempeñan en el proyecto, conteniendo, desafiando y comprometiendo a todos en una misma visión.

Capacidad de negociación.

Esta es una capacidad crucial, ya que el emprendedor la deberá ejercer a la hora de tratar con los proveedores, los clientes, los empleados, los socios, los inversores (en el caso de que los haya), y otros actores que juegan en el gran es­tadio que es el mercado. Ser consciente de las limitaciones y las potencialidades puede ser muy útil para lograr buenas alianzas, sobre todo en momentos cuando las debilidades del proyecto se hacen notar.

En todo lo que hemos tratado, cabe diferenciar la ap­titud de la actitud. La aptitud es el conocimiento y ex­periencia que traemos con nosotros y que nos permite desarrollar cierta actividad; importan la educación, la familia, los trabajos anteriores, etcétera. En cambio, la actitud es la motivación y la voluntad con la que nos en­tregamos a realizar cierta actividad; se refleja en el com­portamiento personal.

En suma, el emprendedor no nace, sino que se hace. Aprende sobre la base de pruebas y errores, mejora con el paso del tiempo y descubre, con la misma práctica, sus fortalezas y debilidades.

Ahora bien, puede ser que, por el momento, decida­mos posponer el desafío de concretar un sueño o proyecto personal. Semejante postura puede atribuirse a diversos factores como, por ejemplo, el hecho de carecer de las cir­cunstancias propicias, no contar con la suficiente capacidad o salud que se requieren, encontrarnos atados a compro­misos, u otras razones. ¿Nos rebaja esta decisión en algún sentido? De ninguna manera.

Todos demostramos poseer algún grado de las dife­rentes cualidades que hemos desarrollado aquí, y nos beneficiará aún más cualquier intento por incorporar las conductas típicas de quienes saben concretar sus proyec­tos. Resultará como una rutina de entrenamiento que nos ayudará en muchos sentidos.

Y será el espíritu emprendedor de la raza humana en su conjunto lo que brindará una asistencia indispensable frente a los nuevos desafíos que presenta el mundo actual. ◊