En el nivel individual encontramos avatares propios de los grandes procesos sincréticos. Es que, en realidad, las sumas formidables siempre resultan de la combinación de mínimas partes. Olga Marín es una docente, actriz y escritora española que vino a Buenos Aires hace ya un tiempo. Sabe contribuir con su aporte humano y también capitalizar el ajeno. Me gustaría que ella misma nos contara su experiencia de corrido, así, sin interrupciones y con texto de su propia producción:
«Aunque ya han pasado más de tres años desde que llegué a Buenos Aires, se me nota en cuanto abro la boca. Sí, soy española. Y eso tiene un efecto en las personas con las que me cruzo a diario. Unas veces me miran fijo mientras hablo, “enganchadas por la tonada”. Otras veces, las que más, surge la inevitable pregunta: “¿qué hacés acá?”. La respuesta ha cambiado con el tiempo, al igual que esta inmigrante española que ya se siente un poquito porteña.
Durante mi primer año respondí: “voy a ver”. Fueron días, semanas y meses en los que me sentía, sobre todo, sola. Y es que uno es un tonto, un ignorante que no ha escuchado nunca al Flaco Spinetta y que jamás supo de Susana Giménez. Me parecía imposible entrar en ese mundo nuevo y odiaba que me hicieran la dichosa pregunta; era como un martilleo en mi cabeza, un “¿pero qué estás haciendo acá?”. Si ni siquiera los de aquí podían creer que hubiera cambiado Madrid por Buenos Aires, ¿qué hacía yo en esta ciudad? Llámalo cabezonería, pero a mí me quedaban ganas de lucharla.
La adaptación pasó, costó dos mudanzas, diez kilos menos y muchas lágrimas, pero pasó. Estudiar en Buenos Aires me conectó con mis primeros amigos y me hizo sentir que formaba parte de “algo”, no era poca cosa. ¿La famosa pregunta? Ya no retumbaba en mi cabeza como antes, ahora me molestaba que los propios argentinos me dijeran que estaba loca por dejar el “primer mundo” (¿Cómo? ¿Primer qué? ¿No es horrible asignarle categorías al mundo?).
Después de casi tres años, llegó el calorcito en el alma, ese que dan las personas que quieres y que te quieren, y que por suerte encontré en esta ciudad. Ahora Capusotto me parece un capo, entiendo la diferencia entre Clarín y Página 12, y soy la primera que pide un aplauso para el asador. Ahora soy yo la que defiende la ciudad cuando algunos argentinos se empeñan en contarme sus defectos, y respondo sin dudar que, a día de hoy, elijo vivir en Buenos Aires. ¿Por qué? Porque es una ciudad que valora al artista y que construye el teatro como ninguna otra en el mundo.
¿Qué hacés acá? Pelear por mi sueño, luchar por cumplirlo en una loca Buenos Aires llena de contrastes donde un día dos motochorros te atracan a punta de fierro y al día siguiente una desconocida te pide un abrazo (sí, me ha ocurrido). Una ciudad que ha colmado mis días de historias aún pendientes de contar, que respondió a la motivación de mi viaje: el deseo de ser libre e íntegra conmigo misma tanto en palabras como en acciones. Fue en el Parque de la Memoria donde encontré materializados estos valores, y es que el desnudo testimonio de la verdad que descubrí allí es impensable en mi país. Su influencia es notoria, y por eso siempre lo muestro a quienes me visitan, para enseñarles que es posible recordar sin miedo ni eufemismos la injusticia sufrida por un pueblo, un ejemplo de libertad que en Argentina se hace extensible a cualquier otro tipo de expresión.
Hoy en día, cuando parece que en el mundo sopla el viento en contra de los verdaderos valores, me alegra saber que existen lugares donde, en vez de rendirse al cansancio, sus ciudadanos se hacen aún más fuertes. Y sí, creo que Argentina es uno de esos lugares, por eso lo elijo para vivir».
Gracias, Olga. No dudo de que en todas partes encontraremos valores genuinos; una infinidad de personas los cultivan a través del mundo. “Cada vez somos más los que compartimos una mirada nueva y positiva del futuro”, me dijo –palabras más, palabras menos– mi professoressa de italiano, Chiara, después de leer parte de un número de esta revista. Podrá ser el resultado de las influencias, de contagiarnos de la gente bien motivada. Que el inevitable sincretismo, en la pequeña escala y en la global, sea la ruta hacia un mundo mejor.