Entre las numerosas ventajas que ofrece una Unión bien estructurada, ninguna merece ser desarrollada con más precisión que su tendencia a suavizar y dominar la violencia del espíritu de partido. Nada produce al amigo de los gobiernos populares más inquietud acerca de su carácter y su destino, que observar su propensión a este peligroso vicio (…)”
Hay dos maneras de evitar los males del espíritu de partido: consiste una en suprimir sus causas; la otra, en reprimir sus efectos. Hay también dos métodos para hacer desaparecer las causas del espíritu de partido: destruir la libertad esencial a su existencia o dar a cada ciudadano las mismas opiniones, las mismas pasiones y los mismos intereses.
Del primer remedio puede decirse con verdad que es peor que el mal perseguido. La libertad es al espíritu faccioso lo que el aire al fuego, porque comunica al fuego su energía destructora.
El segundo medio es tan impracticable como absurdo el primero. Mientras la razón humana no sea infalible y tengamos libertad para ejercerla, habrá distintas opiniones. Mientras exista una relación entre la razón y el amor de sí mismo, las pasiones y las opiniones influirán unas sobre otras y las últimas se adherirán a las primeras. La diversidad en las facultades del hombre, donde se origina el derecho de propiedad, es un obstáculo insuperable a la unanimidad de los intereses (…).
La conclusión a la que debemos llegar es que las causas del espíritu de facción no pueden suprimirse y que el mal solo puede evitarse teniendo a raya sus efectos. Si un bando no tiene la mayoría, el remedio lo proporciona el principio republicano que permite a esta última frustrar los siniestros proyectos de aquel mediante una votación regular. Una facción podrá entorpecer la administración, trastornar la sociedad; pero no podrá poner en práctica su violencia ni enmascararla bajo las formas de la Constitución. En cambio, cuando un bando abarca la mayoría, la forma del gobierno popular le permite sacrificar a su pasión y a su interés, tanto el bien público como los derechos de los demás ciudadanos (…).
¿Qué medios harán posible alcanzar este fin? Evidentemente que solo uno de dos. O bien debe evitarse la existencia de la misma pasión o interés en una mayoría al mismo tiempo o, si ya existe tal mayoría, con esa coincidencia de pasiones o intereses, se debe incapacitar a los individuos que la componen, aprovechando su número y situación local, para ponerse de acuerdo y llevar a efecto sus proyectos opresores (…).
Este examen del problema permite concluir que una democracia pura, por la que entiendo una sociedad integrada por un reducido número de ciudadanos que se reúnen y administran personalmente el gobierno, no puede evitar los peligros del espíritu sectario. En casi todos los casos, la mayoría sentirá un interés o una pasión comunes; la misma forma de gobierno producirá una comunicación y un acuerdo constantes; y nada podrá atajar las circunstancias que incitan a sacrificar al partido más débil o a algún sujeto odiado. Por eso estas democracias han dado siempre el espectáculo de su turbulencia y sus pugnas; por eso han sido siempre incompatibles con la seguridad personal y los derechos de propiedad; y por eso, sobre todo, han sido tan breves sus vidas como violentas sus muertes. Los políticos teóricos que han patrocinado estas formas de gobierno han supuesto erróneamente que reduciendo los derechos políticos del género humano a una absoluta igualdad, podrían al mismo tiempo igualar e identificar por completo sus posesiones, pasiones y opiniones.Una república, o sea, un gobierno en que tiene efecto el sistema de la representación, ofrece distintas perspectivas y promete el remedio que buscamos. Examinemos en qué puntos se distingue de la democracia pura y entonces comprenderemos tanto la índole del remedio cuanto la eficacia que ha de derivar de la Unión.
Las dos grandes diferencias entre una democracia y una república son: primera, que en la segunda se delega la facultad de gobierno en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto; segunda, que la república puede comprender un número más grande de ciudadanos y una mayor extensión de territorio (…).
De aquí se deduce la siguiente cuestión: ¿son las pequeñas repúblicas o las grandes las que favorecen la elección de los más aptos custodios del bienestar público? Y la respuesta está bien clara a favor de las últimas por dos evidentes razones:
En primer lugar, debe observarse que, por pequeña que sea una república, sus representantes deben llegar a cierto número para evitar las maquinaciones de unos pocos y que, por grande que sea, dichos representantes deben limitarse a determinada cifra para precaverse contra la confusión que produce una multitud. Por lo tanto, como en los dos casos el número de representantes no está en proporción al de los votantes, y es proporcionalmente más grande en la república más pequeña, se deduce que si la proporción de personas idóneas no es menor en la república grande que en la pequeña, la primera tendrá mayor campo en que escoger y consiguientemente más probabilidad de hacer una selección adecuada.
En segundo lugar, como cada representante será elegido por un número mayor de electores en la república grande que en la pequeña, les será más difícil a los malos candidatos poner en juego con éxito los trucos mediante los cuales se ganan con frecuencia las elecciones; y como el pueblo votará más libremente, es probable que elija a los que posean más méritos y una reputación más extendida y sólida.
Debo confesar que en este, como en casi todos los casos, hay un término medio, a ambos lados del cual se encontrarán inconvenientes. Ampliando mucho el número de los electores, se corre el riesgo de que el representante esté poco familiarizado con las circunstancias locales y con los intereses menos importantes de aquellos; y reduciéndolo demasiado, se ata al representante excesivamente a estos intereses, y se le incapacita para comprender los grandes fines nacionales y dedicarse a ellos. En este aspecto, la Constitución federal constituye una mezcla feliz; los grandes intereses generales se encomiendan a la legislatura nacional, y los particulares y locales, a la de cada Estado.
La otra diferencia estriba en que el gobierno republicano puede regir a un número mucho mayor de ciudadanos y una extensión territorial más importante que el gobierno democrático; y es principalmente esta circunstancia la que hace menos temibles las combinaciones facciosas en el primero que en este último. Cuanto más pequeña es una sociedad, más escasos serán los distintos partidos e intereses que la componen; cuanto más escasos son los distintos partidos e intereses, más frecuente es que el mismo partido tenga la mayoría; y cuanto menor es el número de individuos que componen esa mayoría y menor el círculo en que se mueven, mayor será la facilidad con que podrán concertarse y ejecutar sus planes opresores (…).
En la magnitud y en la organización adecuada de la Unión, por tanto, encontramos el remedio republicano para las enfermedades más comunes de ese régimen. Y mientras mayor placer y orgullo sintamos en ser republicanos, mayor debe ser nuestro celo por estimar el espíritu y apoyar la calidad de Federalistas”.
James Madison