“En este momento pienso que sería hermoso que rezáramos la oración que compuso San Francisco de Asís que a mí me sorprende mucho y siempre me pregunto si hace 400-500 años, cuando San Francisco de Asís la compuso, tenían las mismas dificultades que nosotros tenemos, porque es una oración que encaja perfectamente en el mundo de hoy.
“Hemos sido creados para amar y ser amados y después él –Jesús- se ha hecho hom-
bre para hacer posible que nos amáramos unos a otros como él nos amó. Él se transforma en el hambriento, en el desnudo, en el sin hogar, en el enfermo, en el prisionero, en el solitario, en el no querido, y dice: Lo hicisteis conmigo. Hambre de nuestro amor y hambriento de nuestra gente pobre. Este es el hambre que tú y yo debemos encontrar y que puede estar en nuestro propio hogar” (San Francisco de Asís).
Nunca me olvido de la oportunidad que tuve cuando visité un hogar de ancianos en el que habían sido dejados por sus hijos e hijas y, tal vez, olvidados. Fui ahí, y vi que en ese hogar tenían de todo, cosas hermosas, pero todos miraban hacia la puerta. Y no vi una pobre sonrisa en sus rostros. Me di vuelta hacia la hermana y le pregunté: ¿cómo puede ser que estas personas que tienen todo miran hacia la puerta?, ¿por qué no sonríen? ya que estoy tan acostumbrada a ver una sonrisa en nuestra gente, incluso los moribundos sonríen, y ella me contestó: “Esto es así, casi todos los días, ellos están a la espera, están esperando que un hijo o hija vengan a visitarlos”. Están heridos porque están olvidados, y es aquí donde se muestra el amor. Esa pobreza es la que se vive en nuestros propios hogares, es ahí donde se da la negligencia del amor. (…)
Hay tanto sufrimiento, tanto odio, tanta miseria, y nosotros empezamos en casa. El amor comienza en casa, y no es tanto cuánto hacemos sino cuánto amor ponemos en lo que hacemos.
El amor comienza en casa, y no es tanto cuánto hacemos sino cuánto amor ponemos en lo que hacemos
Hace algún tiempo, en Calcuta, tuvimos grandes dificultades para con seguir azúcar, y no sé cómo se pudieron enterar los niños, y un pequeño de cuatro años, un muchacho hindú, fue a su casa y le dijo a sus padres: no voy a comer azúcar durante tres días, daré mi azúcar a la Madre Teresa para sus niños. Después de esos tres días, su padre y su madre lo trajeron a nuestra casa. Nunca los había visto antes, y este pequeño apenas podía pronunciar mi nombre, pero sabía exactamente lo que había venido a hacer. Sabía que quería compartir su amor. (…) Y así estoy yo aquí hablando con ustedes, quiero que encuentren a los pobres aquí, antes que en ningún otro sitio, en su propia casa.
Y comenzar a amar allí. Sean la buena noticia para su propia gente. Y entérense sobre la situación del vecino de su casa ¿Saben quiénes son? (…)
Cuando recojo a una persona de la calle con hambre, le doy un plato de arroz, un pedazo de pan, le he satisfecho. Le he quitado el hambre. Pero para una persona que es echada fuera, que se siente no deseada, no amada, aterrorizada, que ha sido expulsada de la sociedad es una pobreza tan dañina que me parece muy difícil de curar.
Tenemos un hogar para los moribundos en Calcuta, donde hemos recogido a más de 36.000 personas de las calles y de ese número, unos 18.000 han muerto con una muerte hermosa. Acaban de ir a la casa de Dios, ellos vinieron a nuestra casa y hablamos del amor, de compasión y uno de ellos me pidió: “Madre, por favor, díganos algo que podamos recordar siempre” y yo les dije: “Sonreíd unos a los otros, dedicad tiempo para estar junto a vuestras familias. Sonreíros mutuamente ¡Qué Dios les bendiga!”. ◊