El 21 de enero de 2010 aparecía en el diario Zenit, agencia informativa internacional católica, el siguiente comunicado:
“El encuentro de la presidenta del Movimiento de los Focolares con tres mil budistas se ha convertido en una de las etapas principales del viaje que realiza por el continente asiático.
“Me siento profundamente conmovida al encontrarme aquí, en el aula sagrada en que habló Chiara Lubich, en 1981, ofreciendo su testimonio de fe”, comenzó diciendo Maria Voce, el viernes 15 de enero, en un templo budista de Tokio.
“Los participantes en el encuentro eran miembros de la asociación Rissho Kosei-kai, surgida en 1938, por iniciativa de dos laicos budistas, Nikkyo Niwano y Myoko Naganuma, para promover la paz y el diálogo.
“Japón, tras Corea, fue la segunda etapa de la visita que Maria Voce realiza junto al co-presidente de los Focolares, Giancarlo Faletti, a las comunidades de esta realidad eclesial del continente asiático.
“A pesar de la gran diversidad, se dan muchos puntos en común entre los dos movimientos” que, precisamente por este motivo, subrayó Maria Voce, pueden convertirse en “puentes del mundo budista hacia el cristiano y viceversa”.
“La presidenta de los Focolares presentó el compromiso de “trabajar juntos para hacer la familia humana más unida con el amor y la compasión”.
Vemos aquí los elementos característicos de cada religión, el amor del Cristianismo y la compasión del Budismo, como medio de diálogo entre estas dos corrientes religiosas.
Más adelante la misma nota presentaba la siguiente declaración:
Christina Lee, co-directora del Centro de Diálogo Interreligioso de los Focolares, quien acaba de regresar de Tokio, explica: “Se siente que en estos treinta años ha crecido entre nosotros una relación de gran confianza, diría de gran amor”. “Ellos dijeron que lo que estamos viviendo no es tanto un diálogo, sino más bien una comunión profunda, como en una familia. Es caminar juntos, acompañándonos los unos a los otros hacia el Amor, hacia la meta que Dios ha establecido”.
“Queremos que se amplíe cada vez más esta ‘familia’ para llevar este modelo al mundo tan marcado por conflictos, provocados con frecuencia por las diferencias de cultura y religión”, ha explicado Christina Lee.
Primeramente quiero presentar el movimiento Focolar que pienso es poco conocido dentro del catolicismo y con escasa atención fuera del mismo. Para ello, siguiendo las enseñanzas de Max Muller1 debemos analizar cómo se formó y especialmente la figura de su fundadora Chiara Lubich.
Chiara nace en Trento el 22 de enero de 1920 en el marco de una familia humilde, su padre trabajaba de tipógrafo y su idiología socialista le ocasionará la pérdida de su trabajo cuando Mussolini toma el poder; su madre una ferviente católica practicante dio una formación profunda y abierta a sus hijos. Refiriéndose a sus primeros años Chiara dice:
“He sido formada sobre todo por mi madre; después por Gino, mi hermano, que trabajaba en una asociación católica estudiantil –me leía libros de un cristianismo avanzado para aquella época-, y, finalmente, por los estudiantes de Acción Católica de los que formaba parte, y que me invitaban a sus reuniones”
Para poder pagar sus estudios de magisterio trabaja desde los 12 años dando clases particulares como maestra en diversos pueblos de los valles tridentinos, llegando a obtener su diploma de maestra en 1938. Inmediatamente consigue un puesto en la localidad de Castello y da comienzo a sus estudios de filosofía en la Universidad de Venecia, los cuales debe interrumpir debido al comienzo de la II Guerra Mundial.
Es a los 19 años cuando, participando de un curso de la Acción Católica en Loreto, intuye su vocación en la casita de Nazaret, entregarse a Dios y servir al prójimo. Los horrores de la guerra determinan su objetivo que no se encuentra en un convento o en el matrimonio sino en lograr las palabras del testamento de Jesús que dicen: “Que todos sean uno”.
En palabras de Chiara:
“Tenía 23 años y mis amigas tenían la misma edad o incluso eran más jóvenes. Estábamos en Trento, nuestra ciudad natal, y la guerra arreciaba destruyendo todo. Cada una de nosotras tenía sus sueños. Una quería formar una familia y esperaba que el novio regresara del frente. Otra deseaba una casa. Yo veía mí realización en el estudio de la Filosofía… Todas teníamos objetivos e ideales por delante.
Pero el novio no regresó más; la casa fue destruida; el estudio de Filosofía no lo pude continuar por los obstáculos de la guerra. ¿Qué hacer? ¿Existirá un ideal que ninguna bomba pueda destruir, por el cual valga la pena gastar la vida? Y enseguida una luz. Sí, existe. Es Dios, que, precisamente en esos momentos de guerra y de odio, se nos revela como lo que realmente él es: Amor. Dios Amor, Dios que ama a cada una de nosotras. Fue un instante. Decidimos hacer de Dios la razón de nuestra vida, el Ideal de nuestra vida.
“¿Cómo? Quisimos entonces hacer como hizo Jesús, hacer la voluntad del Padre y no la nuestra. Es más, nos propusimos ser otros pequeños Él. Sabíamos que cada cristiano es ya otro Jesús, por el Bautismo y por la fe. Pero sólo en modo incipiente, podríamos decir. Para serlo plenamente era necesario hacer toda nuestra parte. Nos lo propusimos.
“La guerra era despiadada, no daba tregua. Teníamos que ir más de una vez al día y también de noche, a los refugios hechos en la roca. Cuando sonaban las alarmas había que correr y no podíamos llevar nada con nosotros, más que un pequeño libro: el Evangelio. Allí encontraríamos cómo hacer la voluntad de Dios, cómo ser otros Jesús. Lo abríamos y lo leíamos. Y esas palabras, leídas tantas veces, nos parecían totalmente nuevas, como si una luz las iluminara una por una y un impulso interior nos empujara a vivirlas plenamente.
“Cualquier cosa que hayas hecho al más pequeño de mis hermanos a Mí me la hiciste”. Y, he aquí que, saliendo del refugio buscábamos, durante toda la jornada, a los “más pequeños” para poder amar en ellos a Jesús: eran los pobres, enfermos, heridos, niños…
Los buscábamos por las calles, tomábamos nota de cada uno para poderlo ayudar. Los invitábamos a nuestra mesa reservándoles el mejor lugar. Preparábamos comida para todos. Y, aun no teniendo medios, no nos faltaba nada, porque el Evangelio dice: “Dad y se os dará”. Nosotras dábamos y volvían sacos de harina, manzanas, los paquetes llenaban cada día el pasillo de nuestra casa. El Evangelio nos decía: “Pedid y se os dará”. Pedíamos “necesito un par de zapatos número 42 para Ti (en el pobre)”, le decíamos a Jesús ante el sagrario y saliendo de la Iglesia una señora nos entregaba un par de zapatos número 42.
“El Evangelio exhortaba: “Buscad el Reino de Dios… y lo demás se os dará por añadidura”. Tratábamos de que Jesús reinara en nosotros y llegaba todo lo que necesitamos. No hacía falta preocuparse por nada; así muchas veces, así siempre.”
Se trata de dejarnos llevar por el camino que nos traza Jesús sin preocupaciones pues él proveerá, lo único que debemos hacer es amar a todos nuestros hermanos. En palabras de Chiara:
“Todas las palabras del Evangelio nos atraían, sobre todo las que se referían al amor. Tratábamos de hacerlas nuestras. Pero quien ama está en la luz. “A quien me ama -dijo Jesús-, me manifestaré”. Entendimos que Dios no pide sólo que amemos a los “más pequeños”, sino a todos los que encontramos en la vida. Mientras tanto, otras jóvenes y luego muchachos se unían a nosotras para vivir la misma experiencia.
“Los peligros de la guerra continuaban. Las bombas caían incluso sobre nuestro refugio. Aunque éramos jóvenes podíamos morir. Surgió un deseo en nuestro corazón: hubiéramos querido saber, de entre todas las palabras de Jesús, cuál era la que más le gustaba. Querríamos vivirla profundamente en los que podrían haber sido los últimos instantes de nuestra vida.
“La encontramos. Es ese mandamiento que Jesús llama “nuevo” y “suyo”: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como Yo os he amado”. Reunidas en círculo, unas junto a otras, nos miramos a la cara y cada una le declaró a la otra: “Yo estoy dispuesta a morir por ti. Yo por ti”. Todas por cada una.
“Se hacía todo cuanto era nuestro deber (trabajo, estudio, oración, descanso), pero sobre esta base. El amor recíproco era nuestro nuevo estilo de vida, nunca debía faltar y, si faltaba, volvíamos a establecerlo entre nosotros. Ciertamente no era siempre fácil, no era fácil enseguida; se necesitaba una gimnasia espiritual durante años para lograrlo siempre.
No obstante, pronto conocimos el secreto para mantenerlo, cómo vivir aquél “como Yo les he amado”, según la medida de Jesús. En una circunstancia supimos que Jesús sufrió mucho más cuando, en la cruz, tuvo la terrible impresión de ser abandonado por su Padre y gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un ímpetu de generosidad, en el cual no estaba ausente ciertamente una particular ayuda de lo alto, decidimos seguir a Jesús así, amarlo así. Y fue justamente en ese grito suyo, cumbre de su pasión, donde encontramos la clave para mantenernos siempre en plena comunión entre nosotros y con todos. Jesús ha experimentado la más tremenda división, la más terrible separación, pero no ha dudado y se ha vuelto a confiar plenamente al Padre: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
“Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda, no habría habido divisiones en el mundo que pudiesen detenernos. Nuestro amor recíproco podría ser siempre una maravillosa realidad.”
Y es así que va ha surgir un movimiento nuevo y singular dentro del Catolicismo y del Cristianismo en su totalidad, siguiendo el relato de su fundadora:
“Un día, para protegernos de la guerra, nos encontramos en un refugio y a la luz de una vela abrimos el Evangelio. Era la solemne página de la oración de Jesús antes de morir: “Padre, que todos sean uno”. Tuvimos la impresión de comprenderla, aunque es difícil, pero sobre todo nos quedó la neta sensación de que nosotras habíamos nacido para aquellas palabras, para la unidad, para contribuir a realizarla en el mundo.
“El mandamiento nuevo, que nos esforzábamos en mantener siempre vivo entre nosotras, realizaba precisamente la unidad. Y la unidad es portadora de una realidad extraordinaria, excepcional, divina, del mismo Jesús: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre (es decir, en su amor), yo estoy en medio de ellos”. Donde está la unidad está Jesús. Alegría, luz, paz. Y porque estaba Jesús, porque vivía entre nosotras y en nosotras, no se podía dejar de advertir su presencia. Se advertía una alegría que no se había probado nunca, se experimentaba una paz nueva, un nuevo ardor; una luz iluminaba y guiaba el alma… Y, porque estábamos unidos y Jesús estaba entre nosotros, el mundo a nuestro alrededor se convertía. “Que sean uno para que el mundo crea”, había dicho Jesús. He aquí que muchas personas volvían a Dios, muchos otros descubrían a Dios por primera vez.
Y porque Jesús estaba entre nosotros, llamaba. Florecían así distintas vocaciones: había quien quería consagrarse a Dios en la virginidad para realizar la unidad por doquier, y nacían los focolares; quien, inclusive casándose, se ponía totalmente a disposición de Dios; quien entraba en el convento…, quien se hacía sacerdote…
Se conocía también el odio del mundo prometido por Jesús, pero se experimentaba que Él, en medio nuestro, es más fuerte: no dejaba a nuestro alrededor las cosas como estaban , sino que iluminaba también la economía, la política, el trabajo, las estructuras sociales. Cristificaba la sociedad que nos circundaba, la hacía nueva. Y dado que Jesús es vida, crecíamos continuamente en número. Al cabo de dos meses de nuestro inicio, éramos quinientos, de diferentes edades, categorías sociales, de ambos sexos, de toda vocación. Nos parecía que no éramos otra cosa que cristianos, nada más que cristianos, que se esfuerzan en poner en práctica el Evangelio.”
Con estas palabras Chiara Lubich nos presenta los sentimientos que dieron origen al movimiento Focolar cuya fecha de nacimiento es el 7 de diciembre de 1943 cuando se consagra a Dios junto con sus compañeras. Al terminar la guerra seguían a Chiara 500 personas, diez años más tarde son 10.000.
Focolar quiere significar “fuego del hogar” y pretende ser en germen la casita de Nazaret en donde una familia en la que el amor existente entre todos sus miembros es tan grande que engrendra la presencia de Jesús en medio de ellos. Lo novedoso de este movimiento es el equilibrio entre una dimensión laica, un apostolado misionero y una consagración religiosa respetuosa de la cultura tanto religiosa o profana de todos. Además de los consagrados están los casados que surgen con Igino Giordani, diputado y escritor, que Chiara conoce en 1948, que en 1967 constituyen el “Movimiento Familias Nuevas” con el objetivo de valorar el Sacramento del Matrimonio. También están los Voluntarios (surgidos en 1957) son los que permanecen en sus casas y trabajos pero viviendo el espíritu focolar y difundiendo el ideal de unidad en el ámbito social. Luego están los Gen o segunda generación de focolares (surgidos en 1966), es el grupo de los jóvenes que en 1983 dio lugar al movimiento “Jóvenes por un Mundo Unido”. A partir de 1954 con Pascual Foresi aparecen los focolarios sacerdotes que va creciendo su número hasta nuestros días. A estos grupos se suman personas de otras creencias distintas del Cristianismo como el Judaísmo, el Islamismo, el Budismo, el Hinduismo, el Shintoismo, etc., pues la unidad se busca con una apertura que respete la posición del prójimo.
El Movimiento de los focolares recibe la primera aprobación diocesana en 1947 por el arzobispo de Trento, Monseñor Carlo de Ferrari. En 1962 Juan XXIII aprueba, ad experimentum, los Estatutos de la Obra de María, o Movimientos de los Focolares. En 1971, Pablo VI bendice a las religiosas asociadas al Movimiento.