LA “CARTA DE JAMAICA”

UN AMERICANO MERIDIONAL.

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Muy señor mío:

“Tres siglos ha –dice Ud.– que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de colón”. Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades.

El filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la América, las casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractadas de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí, como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.

El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la américa combate con despecho, y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria. Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. El belicoso estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al alto Perú conmoviendo a Arequipa e inquietando a los realistas de lima. Cerca de un millón de habitantes disfrutan allí de su libertad.

¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido, para ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más lo medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la américa; pero es imposible, porque toda la Europa no es España. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa; y suponiendo más aún, lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos, unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo? Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos, porque ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad del hemisferio de colón?

Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el creador y la naturaleza lo han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación: Vd. ha pensado en mi país y se interesa por él; este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.

(…)

Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir: tal nación será república o monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? en mi concepto, ésta es la imagen de nuestra situación.

(…)

Permítame Ud. estas consideraciones para establecer la cuestión. Los estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella. Luego un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, y huella y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que la América no sólo estaba privada de su libertad sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, kan, bey y demás soberanos despóticos es la ley suprema y ésta es casi arbitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar y política, de rentas y la religión. Pero al fin son persas los jefes de ispahan, son turcos los visires del Gran Señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La china no envía a buscar mandatarios militares y letrados al país de Gengis Kan, que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros.

¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, y gozaríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos era permitido ejercer sus funciones.

Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes: tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad, las trabas entre provincias y provincias americanas, para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere Ud. saber cuál es nuestro destino?, los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.

Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad?