Desde hace al menos dos décadas, los beneficios naturales por nacer en los denominados países desarrollados crecen día a día, y son dignos de envidia y admiración para quienes viven al otro lado del océano. Contar con la posibilidad de jubilarse a los cincuenta años, poseer abultadas remuneraciones por hijos nacidos y generosos sueldos públicos, son privilegios que cualquier trabajador y ciudadano querría tener. Lo cierto es que para ello es necesario que alguien, o mejor dicho, “algo” se haga cargo de los gastos que semejantes beneficios generan, y es aquí donde comienza a resquebrajarse el cómodo sistema estatal europeo.
Si a este dato se le suma que en todos los países del viejo continente la tasa de natalidad es negativa desde hace muchos años, lo que provoca un progresivo envejecimiento de la sociedad y una reducción de la población económicamente activa, surge un problema estructural insostenible. No solo las erogaciones que tienen que afrontar los gobiernos son cada vez más altas, producto de sociedades crecientemente exigentes, sino que el número de trabajadores a los cuales cobrarle elevados impuestos para solventar dichos gastos es sensiblemente menor.
En la conjunción de estas dos realidades es donde radica, no la única, pero sí la principal causa de las crisis económicas que afectan especialmente a Grecia y España y, en menor medida, a Portugal e Italia. Gastos públicos inmensamente elevados (en España llega al 11,2% del PBI), dificultades para afrontar responsabilidades económicas, desempleo en aumento y esfuerzos insostenibles por mantener la convertibilidad del euro, son algunas de las consecuencias que deben sobrellevar cada vez más países de la Unión Europea.
Como en toda cuenta de saldo negativo, el objetivo fundamental radica en afilar el lápiz para reducir el gasto público y así equilibrar, aunque sea parcialmente, las deterioradas balanzas estatales. Con la atenta mirada del Fondo Monetario Internacional y los “salvatajes” económicos aportados por este organismo y la UE, parece que hacia allí están siendo dirigidas todas las medidas de los gobiernos de Papoulias, en Grecia y de Rodríguez Zapatero en España, para hacer frente a una situación que no solo afecta las arcas estatales, sino que también condiciona y pone en riesgo la estabilidad social europea.
Si bien posee algunas pequeñas diferencias entre ambos países, el “cóctel” de medidas reduccionistas, consta básicamente de premisas como el congelamiento, y hasta el recorte, de los sueldos públicos, la suspensión en España de la ayuda por recién nacidos, y el incremento de los impuestos para bajar el déficit en un par de puntos porcentuales y traer calma al convulsionado mercado financiero mundial que amenaza con seguir cobrándose víctimas. Hungría, Irlanda, Italia y Portugal entre otras naciones, ya ven la crisis como una realidad tan palpable como preocupante y entienden la necesidad de una profunda reforma interna para no caer en la desgracia de sus vecinos.
La suerte está echada. Los cambios en marcha. Cada vez parecen ser más los países que se dan cuenta de la inviabilidad del modelo económico vigente. Entienden la urgencia de modificar el rol estatal de manera estructural y de erradicar el corroído Estado de Bienestar, para optar, en su lugar, por medidas menos populares y simpáticas pero más reales y acordes con las exigencias globales. Es así que, aunque un poco tarde, en el viejo continente parecen haber visto la inminente necesidad de lograr un verdadero cambio de paradigma.