Estas declaraciones ayudan a dimensionar la gravedad que ha adquirido la criminalidad organizada en el espacio político latinoamericano. En ese contexto se destaca el caso de México, donde el vertiginoso crecimiento de ese flagelo es indisociable del fenómeno del narcotráfico y de la proximidad del mercado de consumo estadounidense.

México discurre entre el 75 % y el 90 % de la cocaína y del 30 % al 40 % de la heroína que ingresan a EEUU

La circulación de narcóticos comenzó a intensificarse hacia fines de la década del ochenta, cuando la Casa Blanca intensificó sus controles antinarcóticos en la zona de la Florida y los traficantes colombianos debieron buscar nuevas rutas de introducción de su cocaína a territorio estadounidense.

Tras más de dos décadas de sostenido crecimiento, el crimen organizado en tierras aztecas se encuentra protagonizado por seis grandes “carteles”, cuatro de los cuales están instalados desde hace años: el de Sinaloa; el de Juárez; el de Tijuana; y el del Golfo. A ellos deben agregarse dos escisiones del grupo del Golfo, consumadas el mismo año 2008: por un lado, el de la así llamada Familia Michoacana; por otro, el de una fracción de su brazo armado Los Zetas, encolumnada tras el liderazgo de Heriberto Lazcano y Miguel Treviño Morales. De acuerdo a estimaciones oficiales estadounidenses, anualmente ingresan a México de U$S 19 a 29 mil millones como producto de las actividades ilegales de las referidas entidades.

La evolución de los carteles mexicanos

Este fenómeno, no sólo se explica por su cercanía a EEUU, sino también a partir de su eficacia para aprovechar las oportunidades de negocios (ilegales, claro está) que se le presentaron. Con una alta dosis de cinismo, un funcionario gubernamental le recomendó a los productores agropecuarios aprender de los narcos, que supieron dominar el mercado sin subsidios gubernamentales. Textualmente: “El narcotráfico es un sector que ha aprendido a identificar un mercado y crear la logística para surtir y crear la plataforma. Desafortunadamente están avocados a un cultivo que es nocivo para la salud, pero la lógica, esa misma lógica es la que tenemos que aprender, a decidir el mercado y luego orientar el aparato productivo para poder surtir esos mercados” .

A estas causales debe agregarse una compleja interacción de múltiples factores de naturaleza política, económica, social y cultural. En el documento emitido por la Conferencia Episcopal Mexicana (CEM) en su Asamblea de fines del año pasado, la jerarquía eclesiástica identificó entre esos factores a la corrupción política; la pobreza; la desigualdad social; la impunidad; la falta de oportunidades y, finalmente, el afán de lucro y de ganancia fácil. Por la misma época, un experto en inteligencia criminal destacó la oportunidad de “revancha social” que el crimen organizado le ofreció a sus cuadros, brindándoles un sentido de identidad que no hallaban en otro lado.

Más cerca en el tiempo, en ocasión de la marcha “Movimiento por el cambio” convocada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM) para protestar por la inseguridad imperante, su rector vinculó a la criminalidad con la existencia de una clase política indolente; un sistema educativo que privilegia la formación de profesionales exitosos, pero sin responsabilidad social; y empresarios más preocupados por el aumento de sus ganancias, que por el cumplimiento de las leyes.

Más allá de las fronteras nacionales, los tentáculos de la criminalidad mexicana no se limitan al vecino del norte. América Central ha sido un importante vector de expansión criminal, como lo atestiguó hace un par de años el español Carlos Castresana, responsable de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) de la ONU, advirtió por la misma época que “si las autoridades son incapaces de frenar la infiltración de carteles de la droga mexicanos, en dos años éstos se harán con el control” de esa nación.

El crimen y las maras

Según la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) estadounidense, los cárteles mexicanos han desarrollado una relación regular de trabajo con decenas de las “maras” centroamericanas a fin de conformar una extensa red de distribución para el transporte y venta de drogas en toda la zona. Según ese organismo, la relación de trabajo entre las maras y los carteles mexicanos se asemeja a los esquemas corporativos de empresas multinacionales. Por lo general, las pandillas reciben las drogas como concesión de parte de los grupos mexicanos, para luego distribuirlas a vendedores callejeros, que consisten principalmente en bandas más pequeñas o vendedores independientes. También actúan como ejecutores o verdugos, cuando los jefes de estas organizaciones sienten que han sido defraudados o burlados por alguien que les debe droga o dinero.

El Viejo Continente se está convirtiendo en un mercado cada vez más atractivo para esas bandas, un fenómeno que se explica a partir de factores diversos, como la saturación parcial del mercado estadounidense, o la fortaleza del euro frente al dólar. Tanto la Unidad Antidrogas de la Comisión Europea, como Europol, aseguran que los criminales mexicanos se vinculan en suelo europeo con mafiosos italianos, holandeses, belgas, franceses, españoles, polacos, israelíes y argelinos. Sin embargo, para los cárteles mexicanos, Europa no sólo es importante como un mercado de consumo, también lo es como centro de producción de drogas sintéticas (pseudoefedrina) y punto de enlace con África y países como India. De acuerdo al llamado Grupo Dublín, el 40 % de los precursores químicos usados para la producción de cocaína en Colombia transitan por México, pero originalmente las sustancias provienen de Europa.

El aumento de la espiral de violencia constituye el mejor indicador del agravamiento del cuadro de la criminalidad en México. En el primer lustro del presente siglo los homicidios violentos relacionados con este fenómeno treparon a más de dos mil casos anuales y alcanzó niveles insólitos la corrupción de funcionarios públicos y efectivos policiales. Según indicó en su libro Herencia Maldita el periodista especializado Ricardo Ravelo, el 50 % de las policías del país, municipales y estatales, estaban vinculadas de una u otra manera con la delincuencia organizada, lo que convertía a esas instituciones en apéndices de las estructuras mafiosas. Incluso comenzó a hablarse de una “colombianización” de México, en referencia al neologismo utilizado por primera vez por el ex presidente colombiano Ernesto Samper, y luego desarrollado desde un think tank estadounidense para graficar el derrotero que estaría siguiendo ese país, similar al que padeció Colombia en los años 80, de la mano de los carteles de Cali y Medellín.

La estrategia gubernamental y la corrupción

Frente a esta crítica situación, desde la inauguración de su gestión en las postrimerías del año 2006, el presidente Felipe Calderón ha realizado una estrategia proactiva para derrotar a los carteles del crimen organizado, empeñando recursos federales estimados en miles de millones de dólares. La lógica que sustentó las acciones gubernamentales en este tema estuvo signada por cierto fatalismo, según se desprende de las declaraciones efectuadas por el secretario de Economía, Gerardo Ruiz Mateos. Dijo el economista en esa oportunidad que “el narcotráfico ya había hecho un Estado dentro del mismo Estado” y que la inacción del mandatario produciría que el siguiente presidente de la República fuera un traficante de drogas.

Un aspecto clave de esta estrategia gubernamental es el saneamiento de las reparticiones estatales en general, y policiales en particular, depurando a sus cuadros y separando a los elementos corrompidos por las bandas criminales. En este contexto, en octubre del año 2008 en el marco de la llamada “Operación Limpieza”, se descubrió que el cartel de Sinaloa había logrado infiltrar a las dos instituciones estatales más importantes en la lucha contra este flagelo, la Procuraduría General de la República (PGR) y la Policía Federal Preventiva (PFP). Las secuelas de este escándalo incluyeron la renuncia del jefe de esa institución policial y la detención del director de Interpol en ese país, por complicidad con los grupos criminales.

Otro resonante caso de corrupción se registró cuatro meses después en el balneario Cancún, donde fue secuestrado y asesinado un general del Ejército que acababa de ser designado asesor de seguridad de la ciudad, a quien se le había confiado la misión de formar un cuerpo de elite para combatir a los carteles de la droga y terminar con la corrupción que afectaba a la policía local. Este asesinato redundó en un despliegue de casi medio millar de soldados que tomaron el control de todos los cuarteles de policía de ese importante destino turístico; al mismo tiempo el jefe de la policía fue removido de su cargo y fue investigado junto a mil policías más, a quienes les fueron retiradas sus armas de servicio.

En la visión del Ejecutivo mexicano, la corrupción vinculada con la criminalidad no se limita a funcionarios locales, sino que también alcanza a autoridades venales del otro lado de la frontera septentrional del país. A principios del año 2009, el  mandatario Felipe Calderón demandó a EEUU acciones que se traduzcan en una reducción eficaz del consumo y en el tráfico de drogas en ese país, “que no se explica sin la corrupción de las autoridades que en esos niveles lo permiten”. En un sentido similar el secretario de Gobernación remarcó los esfuerzos realizados por el gobierno mexicano para erradicar la corrupción en las instituciones de seguridad, recomendándole a Washington que hiciera lo mismo pues el fenómeno de la corrupción no distingue fronteras.

“La policía es la involucrada más frecuente en los casos en que alguien pide sobornos en México. 85% de las solicitudes de soborno provino de personas relacionadas con el gobierno mexicano. Un 45% de las peticiones de soborno fue de la policía, un 12% de funcionarios del gobierno federal y el resto de funcionarios locales, judiciales, militares o del partido gobernante.” (Estudio de BRIBEline)

Durante todo el lapso consignado, las Fuerzas Armadas mantuvieron importantes índices de respaldo ciudadano (en torno al 70 %) frente a las tareas que les fueron impuestas, más allá de acusaciones aisladas de exceso de la fuerza, e incluso violaciones a los Derechos Humanos. Sin embargo, tal vez lo más importante de la lucha del Estado mexicano contra los carteles del crimen organizado no se exprese en términos de logros conseguidos, sino de lo que se evitó: que vastos sectores de la policía, e incluso localidades pequeñas, estuvieran bajo el control de esas organizaciones ilegales.

La escalada de violencia

La contracara de estos logros ha sido un aumento aún mayor de los niveles de violencia, producto tanto del enfrentamiento entre el Estado y los carteles, como de estos últimos entre sí. También son destinatarios de la violencia criminal los periodistas que denuncian sus actividades, convirtiendo a México en uno de los países más peligros del mundo para ejercer el periodismo, según entidades como Reporteros sin Fronteras y la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).

Hoy, la violencia criminal en México no registra parangón en tiempos modernos. El pasado año 2009 el primer millar de decesos violentos producidos por el crimen organizado se alcanzó en apenas 51 días (el 21 de febrero) y el total anual trepó a 7724 casos (842 solamente en diciembre), lo que significó una muerte cada 65 minutos. De ese total, 3250 asesinatos tuvieron lugar en Chihuahua y, de ellos, 2635 ocurrieron nada más en Ciudad Juárez.

Computando el lapso que media entre diciembre de 2006 (momento de asunción de Calderón a la primera magistratura) y marzo del 2010 (último mes sobre el cual se brindaron estadísticas oficiales), la violencia vinculada al crimen organizado en México arrojó un saldo de más de 22700 mil muertos, 3365 de ellos en el primer trimestre del corriente año. En el período de 52 meses arriba considerado también fueron detenidas más de 121 mil personas vinculadas al crimen organizado, sobre todo del Cartel del Golfo y los Zetas.

En buena medida, la violencia criminal se concentra en el Distrito Federal, centros turísticos de categoría internacional (por ejemplo Cancún) y las unidades políticas septentrionales, de importancia estratégica en el tráfico hacia el mercado de consumo norteamericano. En este contexto, el año pasado la ONG local Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública (CCSP) ubicó a sendas localidades mexicanas linderas con EEUU en el primer y cuarto puestos del ranking de urbes más violentas del mundo: Ciudad Juárez y Tijuana, con 130 y 73 homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, respectivamente.

La deuda pendiente

El pasado mes de noviembre, un difundido episodio puso de relevancia la gravísima situación que experimenta en materia de seguridad Ciudad Juárez, al otro lado de la frontera de la localidad texana El Paso. Allí representantes de plantas ensambladoras (maquiladoras) y de numerosas organizaciones de la sociedad civil le solicitaron al presidente Calderón que gestione ante la Organización de las Naciones Unidas el envío de “cascos azules” a sus calles con el objeto de combatir la violencia y la delincuencia relacionadas con el narcotráfico. Conviene destacar que al momento de efectuarse ese reclamo, el Poder Ejecutivo ya había desplegado en esa ciudad de Chihuahua más de 5 mil efectivos militares

En lo que va del presente año, las cosas no han mejorado. Los 3365 homicidios violentos registrados en el primer trimestre permiten proyectar una tasa anual de muertes superior a los 13 mil casos. A nivel nacional solamente en un día, el 9 de enero, los carteles criminales cometieron 69 asesinatos violentos en distintos estados del país; así, esa jornada se constituyó en la más violenta desde 2006, cuando el actual gobierno inició su ofensiva contra la criminalidad organizada.

Pero no hay que soslayar que la violencia asociada a la criminalidad organizada opera como un catalizador para la comisión de otro tipo de delitos, elevando los niveles generales de inseguridad en el país. Desde esa óptica, se entiende que  México ocupa el primer lugar mundial en materia de secuestros, con más de 8 mil denuncias anuales, aunque esa cifra es superada ampliamente por los raptos en modalidad “express”.

Carteles vs. Fuerzas del orden

Otro indicador del agravamiento cualitativo de la violencia protagonizada por las organizaciones criminales aztecas, es su capacidad para sostener enfrentamientos directos con las fuerzas del orden. Y en este punto, el caso paradigmático también fue protagonizado por la Familia: la detención de uno de sus principales cabecillas desató una serie de ataques simultáneos contra numerosas comisarías en Michoacán, empleando granadas y armas largas, con un saldo de una decena de policías muertos y el doble de heridos. El Poder Ejecutivo se vio obligado a reforzar la seguridad michoacana con miles de efectivos, mientras el periodismo independiente establecía una negativa analogía con la guerra de Vietnam y calificaba al incidente como la “ofensiva Tet” del crimen organizado.

El gobierno federal ha rechazado de plano esa analogía planteada esencialmente en términos subjetivos. Desde su perspectiva, las cuantificaciones de los hechos de violencia son pasibles de diferentes interpretaciones, incluyendo los análisis comparativos, que muestran otra perspectiva sobre el fenómeno; así, en México se registran actualmente 12 asesinatos por móviles criminales por cada cien mil habitantes, contra los 39 que se dan en Colombia. Por otro lado, se insiste en que la espiral de violencia no indica un fracaso de la lucha contra el crimen organizado, sino precisamente lo contrario: los involuntarios procesos de reacomodamiento que debieron encarar las organizaciones ilegales, producto de la eficaz acción de las fuerzas del Estado. En otras palabras, no se hubiera registrado incremento de la violencia criminal sin eficacia estatal previa.

hacer la vista gorda, fingir que no pasa nada, dejarles (a los criminales) el terreno abierto y que terminen acabando con la vida de las comunidades (Calderón).

En este punto, hay que decir que desde EEUU le han hecho un flaco favor a la administración de Calderón: un reporte lanzado a principios del año 2009 por el Departamento de Defensa calificó a México como un “Estado fallido”, al lado de Pakistán; poco después, un alto funcionario de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) comentó que un probable colapso al sur de la frontera estaba en la lista de mayores preocupaciones de seguridad de la agencia.

Nadie en México le ha dado crédito a esa tesis, al menos en su sentido lato; en todo caso, esa falla estaría concentrada en sectores específicos de las estructuras policiales, de inteligencia y de justicia, sin que sus efectos trasciendan al resto del aparato estatal. Por otra parte, en México no se registran pérdidas de control de áreas geográficas por parte del Estado en beneficio de contrincantes no estatales, característica clave de un proceso de “falla”; esto ha sido subrayado por Calderón en su última gira oficial europea, al establecer diferencias con el caso colombiano, donde en momentos álgidos el crimen organizado tuvo dominio y control de más de un tercio del territorio.

De todos modos es justo indicar que no se descarta un escenario de esas características a mediano plazo, dependiendo del éxito que arroje el proceso de saneamiento y depuración del aparato estatal y las principales fuerzas políticas, frente a la infiltración criminal. Según el obispo de la Diócesis de Saltillo, Raúl Vera López, gracias a una complicidad de alto nivel, el crimen organizado está creando su propia estructura dentro del Estado mexicano, y si esta situación no cambia el desenlace sí será el de un Estado fallido.

Hacia el futuro: frontera y armas

La estrategia gubernamental de lucha contra el crimen demanda, para su completo éxito, la colaboración plena de EEUU, país que ha anunciado que enmarcará el grueso de su ayuda en la denominada “Iniciativa Mérida”, un plan destinado a  incrementar las capacidades anticriminales de México y Centroamérica a través de la provisión de entrenamiento y equipo por valor de U$S 1,5 mil millones en un trienio, aunque esa cifra se redujo a caballo de recortes fiscales originados por la crisis financiera, y de cuestionamientos de diversa naturaleza (política, judicial y humanitaria) al gobierno de México. Sin embargo, la dimensión adquirida por esta problemática transfronteriza obligó a la Casa Blanca a adoptar unilateralmente medidas adicionales, entre ellas el envío a la zona de cientos de efectivos adicionales de diferentes agencias federales.

La reasignación a la zona fronteriza de mayores contingentes de agentes federales, con carácter permanente, se vio acompañada por despliegues transitorios de tropas de la Guardia Nacional, para colaborar en tareas de control e interdicción con la Patrulla Fronteriza. Esta modalidad fue iniciada en las postrimerías de la administración Bush y se ratificó en la actual gestión de Barack Obama, quien a fines del pasado mes de mayo anunció que enviaría al área más de un millar de soldados adicionales. El gobierno mexicano saludó la iniciativa, aunque enfatizó en que las tropas se utilicen para perseguir al crimen organizado y no a los inmigrantes ilegales.

Empero, el papel clave de este país en los esquemas de seguridad de México no se limita a su demanda de estupefacientes, ni a su capacidad para financiar vastos programas de entrenamiento y equipamiento, sino también a su oferta de armas y la existencia de funcionarios venales, permeables a la corrupción criminal. La inmensa mayoría de las armas ilegales que utilizan los carteles mexicanos ingresan al país por la frontera septentrional, en torno a la cual se concentran 12 mil armerías sobre unas 107 mil distribuidos en toda la superficie estadounidense. Sobre este último punto, un informe difundido por el Partido Revolucionario Institucional indicó que en 2008 habrían entrado a México desde su frontera norte más de 200 mil armas de alto poder (más de 600 por día), incluidas bazucas, ametralladoras, morteros, lanzagranadas y armas cortas con capacidad para atravesar cualquier blindaje o chalecos antibalas, conocidas en el hampa como “mata policías”.

En síntesis, México se consolidó como la nación latinoamericana donde se registran las mayores tasas de crecimiento de la criminalidad organizada, con su correlato de violencia sin parangón histórico. La gravedad de esta situación ha llevado a algunos a hablar de la “colombianización” mexicana, mientras otros aseguran que se asiste a un cuadro de falla estatal. Ni lo uno ni lo otro: la aplicación de esos enfoques evidencia una excesiva y nociva simplificación, soslayando las particularidades que exhibe cada caso, producto de factores y situaciones únicas e irrepetibles.

Nadie duda que en México los niveles de violencia criminal serían significativamente menores si el Estado no hubiera adoptado la decisión de combatir ese flagelo con todas sus fuerzas. Los carteles no estarían inmersos en una lucha sin cuartel contra policías y militares, ni se enfrentarían entre sí para redefinir sus áreas de control territorial. Pero el efecto colateral de esa postura podría haber sido un constante crecimiento de ese poder oculto en todas las instituciones de la vida mexicana, con especial énfasis en los poderes de la República corrompiéndolas y haciéndolas funcionales a sus intereses. La voluntad del Poder Ejecutivo de no aceptar este estado de cosas e intentar modificarlo, indica que el Estado tiene una profunda debilidad institucional, pero no es fallido.

Empero, ese esfuerzo gubernamental será insuficiente si no incluye la colaboración de otros países. Como acertadamente indicó el Secretario General de la OEA en la VIII Reunión de Ministros de Justicia de las Américas, mencionada a comienzos del presente trabajo, el crimen organizado es una amenaza transnacional que, por definición, demanda acciones concertadas entre los actores afectados. En este sentido, EEUU está llamado a jugar un papel descollante en la lucha que está llevando adelante su vecino meridional.