Es mucho lo que se ha hablado y discutido sobre el problema del narcotráfico en todos los países del mundo contemporáneo. Durante el 2010 los casos de Brasil y México parecieron destacarse del resto, siendo especialmente relevante el de nuestro vecino limítrofe y socio del Mercosur, pues gozaba de cierta estabilidad desde hace meses, al contrario de lo que se observa en tierra azteca.
En Brasil, el narcotráfico comenzó a tomar notoriedad en la década del ochenta, a partir del incremento del consumo de drogas ilegales como el LSD, la cocaína y el cannabis (marihuana). Con el paso del tiempo, se hizo notorio que en este aspecto el vecino país desempeña un doble rol: vía de tránsito y mercado de consumo. Dos factores, que se potencian entre sí, permiten comprender el importante papel que le cabe en materia de tráfico; por un lado, lidia con los tres productores mundiales de cocaína (Colombia, Perú y Bolivia) y uno de los principales productores de marihuana, Paraguay; por otra parte, sus fronteras terrestres son porosas y buena parte de su territorio nacional es selvático y tiene una muy baja densidad poblacional. En cuanto al consumo, éste se concentra geográficamente en las grandes ciudades y los territorios del este y sur, destacándose la marihuana en primer lugar, seguida por la cocaína, las anfetaminas y el opio.
En las últimas décadas, la situación del país en términos de criminalidad organizada sufrió importantes cambios cualitativos, no sólo por el ingreso al mercado de consumo local de nuevos estupefacientes y sustancias psicotrópicas, sino también por la forma que adoptó, tanto en materia geográfica como organizacional. Al contrario de lo que se observa en otros países del área, en Brasil las grandes organizaciones que regentean esta actividad ilegal asumieron un perfil nítidamente urbano, concentrándose en los barrios marginales o “favelas” de las grandes ciudades del país, especialmente en el triángulo Río de Janeiro – Belo Horizonte – San Pablo.
Específicamente en el caso de Río de Janeiro, estos barrios marginales no se limitaron a las periferias deprimidas y proliferaron por las laderas de toda la ciudad, asomando sobre lugares turísticos como las playas de Copacabana e Ipanema y en la falda del monte del Corcovado, que corona la estatua del Cristo Redentor. Se calcula que suman cerca de un millar y albergan a más de dos millones de personas (30% del total). Su estructura carece de plan urbanístico ni arquitectónico y se caracteriza por los callejones intrincados y laberínticos, donde en forma caótica y desordenada se levantan viviendas de frágil estructura.
Por lo general carecen de redes cloacales y en consecuencia son usuales las corrientes de aguas servidas sin canalización, un problema que favorece la proliferación de enfermedades como la tuberculosis y el dengue.
Capitalizando una ausencia estatal en materia social y de infraestructura, en muchas favelas de Brasil los narcotraficantes sustituyeron al Estado y se erigieron en benefactores de la población, ofreciendo servicios como luz, gas o televisión por cable y organizando concurridas fiestas, en las que acuden armados con pistolas y fusiles para exhibir su poder. Por cierto, la mayoría de estos grupos no inició sus actividades con el tráfico de drogas, sino que arribaron a ese estadía luego de un proceso en el cual fueron incrementando progresivamente la gravedad de sus ilícitos, y consecuentemente sus ganancias. Un ejemplo es elocuente: el conocido Comando Vermelho (CV), que hoy regentea la droga en la zona carioca, inició sus actividades con el “jogo do bicho”, una lotería clandestina para gente de escasa cultura y recursos.
Existen diferentes aspectos a destacar de los grupos que manejan el tráfico de drogas. Uno de ellos enfatiza en el carácter de “familia sustituta” que los mismos llegan a tener frente a jóvenes, muchas veces migrantes internos, carentes de un núcleo familiar que los contenga. En esta línea, que guarda puntos de contacto con las “maras” centroamericanas, los grupos criminales suelen proporcionar sentido de pertenencia; autoestima (vinculada con el respeto del entorno); una fuente de ingresos y una perspectiva de futuro, en un contexto de falta de trabajo, al menos para quienes no están calificados. Pero un segundo enfoque subraya en la cuestión de la violencia, indicando que entre los requisitos que una persona u organización deben cumplimentar para permanecer y progresar en este negocio, ocupa un lugar destacado la capacidad para emplear la violencia como un instrumento racional de política, incluso con altas dosis de crueldad, debido a su efecto de amedrentamiento.
Por cierto, los habitantes de las favelas no siempre reaccionan de manera dócil y resignada a la presencia de narcotraficantes en sus barriadas, que suele incluir la apertura de “bocas de fumo” (puntos de venta de drogas) y, para los comerciantes, el pago de un canon en concepto de “protección”. Si el recurso a la policía no brinda los resultados esperados, sea porque esa institución se encuentra sobrepasada en sus capacidades, o porque ha sido corrompida, aparece la opción de las llamadas “milicias”, recreación de los “escuadrones de la muerte” que asesinaban a los opositores entre 1964-1985. Estos grupos, que algunos sugieren que están integrados por personal policial, ofrecen protección a los habitantes de las favelas a cambio de una tasa de seguridad; con el paso del tiempo, sus actividades fueron más allá e incursionaron en algunos servicios públicos como la distribución de gas y el transporte de pasajeros, además de la televisión por cable.
Confirmando un patrón que se observa en otras partes del hemisferio, particularmente en México, en el vecino país la cuestión de las drogas se encuentra permeada por el tráfico de armas. Y aunque desde el punto de vista técnico esas armas tipifican como “pequeñas y livianas”, en la práctica alcanzan a lanzacohetes portátiles y ametralladoras antiaéreas, de cuya efectividad dan fe los helicópteros policiales derribados. No es casualidad que los efectivos policiales hayan desarrollado pesados camiones blindados para entrar a los reductos del narcotráfico, ni que hayan debido pedir vehículos de combate a las Fuerzas Armadas, para cumplir con ese objetivo.
En este íntimo vínculo entre drogas y armas, estas últimas parecen seguir una doble orientación. Por un lado, ingresan al país procedentes de naciones limítrofes, en especial Paraguay. En este sentido, los principales puntos de acceso serían las ciudades guaraníes de Pedro Juan Caballero y Capitán Bado, frente a las ciudades brasileñas de Ponta Porá y Coronel Sapucaia, respectivamente. El gran lago formado por la represa de Itaipú, con sus innumerables caletas, también es utilizado para este tráfico.
En estos y otros lugares, las organizaciones criminales brasileñas suelen trocar con sus contrapartes paraguayas esas armas por autos robados de alta gama, que luego son “blanqueados” y comercializados en suelo guaraní.
Pero por otra parte, las armas también saldrían del Brasil por el noroeste del territorio nacional, hacia Colombia, donde los insurgentes suelen pagar estos equipos con droga. De esta manera, el referido Comando Vermelho y otras organizaciones criminales brasileñas se han involucrado con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el área fronteriza Leticia-Tabatinga se ha transformado en un epicentro de este comercio ilegal.
Frente a un cuadro como el descripto, el Estado brasileño ha delegado la lucha contra las organizaciones criminales en los organismos de Policía Civil y Policía Militar que allí son de alcance estadual y dependen de los gobernadores. Mientras la Policía Civil enfoca en pesquisas e investigaciones, la Policía Militar asume un rol preventivo y de combate a la delincuencia. Complementando las actividades de estas dos fuerzas, la Policía Federal siempre ha tenido entre sus principales prioridades la lucha contra las drogas, además de ser responsable por el control de fronteras.
Históricamente, si la PM se veía sobrepasada por las bandas del narcotráfico en materia de capacidades o poder de fuego, al no existir en el vecino país organismos federales de seguridad similares a la Gendarmería argentina o los Carabineros chilenos, era usual que se convocara a las Fuerzas Armadas. En este sentido, Río de Janeiro ha sido testigo de grandes operaciones militares en algunas de sus favelas, donde tropas del Ejército o infantes de marina se enfrentaron en forma directa con las organizaciones criminales.
Sin embargo, la última participación nítida y directa de las instituciones castrenses en estos menesteres se registró en marzo del año 2006, en la favela carioca Mangueira. Desde ese momento y hasta el presente, se ha explorado una nueva opción, consistente en una novedosa Fuerza Nacional de Seguridad (FNS) de carácter federal. Esta institución fue constituida en los albores de la gestión presidencial de Luíz Inácio “Lula” da Silva y está integrada por policías y bomberos de los diferentes estados del país, especialmente seleccionados por su desempeño y aptitudes. En caso de necesidad, desde el Poder Ejecutivo se activa esta Fuerza y los efectivos que la integran abandonan sus tareas cotidianas, trasladándose a lugares predeterminados para incorporarse a la misma; pasada la crisis, los miembros son desafectados y retornan a sus rutinas.
Las opiniones con respecto a la FNS y su efectividad para luchar contra los grupos criminales asentados en las grandes ciudades del país están divididas. Aunque todas las lecturas reconocen el alto grado de preparación de sus efectivos, algunos expertos señalan como un hecho positivo que sean movilizados desde diferentes lugares del país, pues de esa manera se reducen drásticamente los riesgos de corrupción. Otros especialistas, en cambio, consignan que esa heterogeneidad es una fuente de debilidad, pues los policías movilizados no conocen en detalle los lugares donde son llamados a actuar, mermando su eficacia.
Hoy, quien visita Río de Janeiro verá, en algunas de sus autopistas de acceso, puestos de control de la FNS, sobre los cuales no hay expectativa de remoción en el corto plazo.
Pero las expectativas del gobernador en materia de lucha contra las bandas de traficantes no descansan tanto en este organismo federal, sino en las novedosas Unidades de Policía Pacificadora (UPPs) que dependen de la Secretaría de Seguridad local. Estas unidades apuntan a vedarle el territorio de las favelas a los narcos y simbolizar la presencia estatal en los mismos, estableciendo una nueva relación cordial con sus habitantes. De acuerdo a un sondeo efectuado el año pasado por el Instituto Brasileño de Investigación Social (IBPS), más del 90% de los habitantes de las comunidades donde se despliegan las UPPs aprueban su presencia. Además, en esos lugares cayeron los índices de homicidios, usos de armas de fuego y robo de automóviles.
Lo cierto es que el accionar de las bandas criminales de las grandes ciudades de Brasil, dedicadas al tráfico de drogas, están lejos de haber sido anuladas y su peligrosidad no debe soslayarse. Esto se pudo constatar a finas de año pasado en Río, donde desataron una oleada criminal que incluyó ataques a efectivos policiales y la quema de más de 70 vehículos. Para contrarrestar estas acciones la Policía Militar (PM) carioca desarrolló grandes operaciones en casi treinta favelas que llegaron a involucrar a más de una decena de batallones simultáneos, generando el arresto o detención de dos centenares de personas; la confiscación de drogas y armas; y una treintena de muertos, en su mayoría traficantes.
El momento culminante de ese enfrentamiento entre las organizaciones criminales y el Estado tuvo lugar cuando las unidades policiales ingresaron por la fuerza en la favela Vila Cruzeiro, transformada en un reducto de la organización Comando Vermelho en la zona norte de la capital fluminense. Ante esta ofensiva, los criminales obstaculizaron el acceso policial montando barricadas e incendiando vehículos en los accesos a esa urbanización, huyendo luego hacia el cercano Complejo Alemão, un conjunto de barriadas marginales en las que viven cerca de 400 mil personas. La operación duró aproximadamente cuatro horas de intensos combates e involucró a unos 350 efectivos,
Un elemento clave del exitoso desenlace de la operación ejecutada en Vila Cruzeiro fue el empleo de vehículos blindados aportados por la Armada, que facilitaron el desplazamiento y despliegue del personal en adecuadas condiciones de seguridad. Como consecuencia de estos acontecimientos, el gobierno estadual carioca solicitó al Poder Ejecutivo nacional el despliegue de contingentes militares adicionales para auxiliar a la policía local en el combate contra la criminalidad. El pedido fue respondido favorablemente y el mismo Lula dispuso el inmediato envío de unos 800 efectivos del Comando Militar del Este (CML) del Ejército, al mando de un oficial de alta graduación que articuló sus acciones con las fuerzas policiales estadual y federal.
Los soldados serían utilizados “en la protección del perímetro de áreas en conflicto a ser tomadas por las fuerzas estaduales y por la Policía Federal”, según declaraciones del entonces ministro de Defensa, Nelson Jobim. Complementando el envío de tropas, el gobierno federal también mandó a Río dos helicópteros de la Fuerza Aérea, más una decena de vehículos blindados de transporte de tropas, además de equipos de comunicaciones entre aeronaves y tierra, y de visión nocturna.
En definitiva, Brasil trasunta una compleja situación en materia de seguridad, debido al asentamiento de poderosas y complejas organizaciones criminales en las favelas de sus urbes más importantes. Desde allí se dedican al tráfico de drogas, además de otros ilícitos, teniendo presente tanto el mercado local (cada vez más amplio) como a consumidores en el extranjero.
Frente a este estado de cosas tanto los gobiernos estaduales como el Poder Ejecutivo han desarrollado diversas estrategias que incluyen un empleo intensivo de las instituciones policiales; sobrepasadas éstas, se evita el empleo directo de las Fuerzas Armadas en estos menesteres, a favor de la Fuerza Nacional de Seguridad, aunque las instituciones castrenses pueden ser convocadas para cumplir roles de tenor logístico, como se observó hace pocos meses.
Teniendo en vista tanto los Juegos Olímpicos de Río como el Campeonato Mundial de Futbol, con su multimillonario costado económico que demanda ciertas condiciones de seguridad, no debe esperarse que los gobiernos estaduales y federal de Brasil disminuyan su esfuerzo por derrotar, o al menos disminuir sensiblemente, el accionar de las bandas criminales.