En los últimos años se está conociendo un gran cambio en el mundo específicamente educativo. Hasta fechas recientes, familia y escuela eran las dos instituciones encargadas de ejercer la función educativa, más primariamente socializadora y afectiva la primera y más, propiamente instructiva y capacitadora, la segunda.

Sin embargo, últimamente, fue cobrando mayor importancia la denominada educación no formal, denominando educación formal a la institucionalmente escolar.

La educación no formal

Como señala Coombs (1991): “Educación no formal es un nombre nuevo para las formas más antiguas del aprendizaje organizado que le es familiar a la raza humana, anterior en muchos milenios a los sistemas de educación formal, tal como los conocemos hoy en día”. Lo verdaderamente nuevo es su magnífico desarrollo, hasta el punto en que el aprendizaje y la educación no formal constituyen la primera “industria”, tanto por su volumen, cuanto por el número de personas y recursos implicados, como por su trascendental valor añadido en el desarrollo de las personas y de los proyectos colectivos (Vázquez Gómez, 1996).

La educación escolar dura entre diez y quince años, aproximadamente. Incluso si tomamos como referencia los quince años, no representa más de la quinta parte de las expectativas de vida en los países desarrollados; en consecuencia, la mayor parte de la vida se aprende al margen de la institución escolar, bien sea antes de entrar en ella, o tras haber abandonado los estudios formales. La educación no formal, no solo se extiende a lo largo de toda la existencia, sino que también es mucho más flexible y adaptativa.

La llamada crisis mundial de la educación “es la expresión de la dificultad del sistema educativo ordinario para acomodarse a las exigencias de los nuevos conocimientos, sobre todo en los campos científico y tecnológico.

Esta crisis ha afectado en la década pasada, tanto a los países en vías de desarrollo, como a los desarrollados. A aquellos que se encontraban en plena reestructuración de sus sistemas educativos. Y a los últimos porque experimentaron que el simple y costosísimo crecimiento de las variables patentes del sistema (más escuelas, más universidades, más inversiones en construcciones escolares, una escolaridad más extensa, programas escolares y académicos más sobrecargados) no servían para satisfacer las exigencias de la nueva vida social, cultural y económica” (Vázquez Gómez, 1996).

La educación no formal sirve para corregir y compensar las limitaciones propias de la educación escolar

El problema actual de los sistemas educativos es el de tener que formar personas para un mundo en ermanente mutación científico-tecnológica y cultural. Su misión no reside en lograr la socialización de los alumnos, ni conseguir su alfabetización instrumental, sino en instalar en ellos, un conjunto de competencias personales, incluida la de aprender a aprender, que tendrán que ejercer a lo largo de toda su vida laboral, social y cultural. Es preciso, en consecuencia, vincular el aprendizaje escolar a todo el proceso vital de aprendizaje y formación.

El cambio en el trabajo

Una de las perspectivas tal vez más pragmáticas, bajo la que puede enfocarse la importante cuestión de la educación continua, es la que proporcionan los profundos cambios que suceden en la institución social/laboral (Llano Cifuentes, 1996).

La identificación de trabajo y empleo es un fenómeno reciente. La energía producida por el vapor obligó a los trabajadores a concentrarse en un lugar determinado, al que acudieron también las personas dedicadas al control y a la venta del producto que se realizaba en aquel lugar. El trabajo quedó fijado bajo la estructura de un lugar y un horario, así como bajo la descripción de una tarea a realizar en ellos, surgiendo, de esta manera, el último eslabón en la cadena histórica de lo que podría denominarse trabajo dependiente: el empleo asalariado.

La unión de los conceptos de trabajo y empleo asalariado produjo una particular estructura del trabajo.

Llamamos trabajo estructurado, en sentido estricto, a aquel que se encuentra inserto en una organización privada o estatal de forma que son conocidas sus tareas, su ubicación dentro de la entidad a la que pertenece, el horario, las reglas de funcionamiento y los términos, fijos y variables, de su remuneración. Es equivalente a lo que en algunos ámbitos se llama trabajo formal; el típico empleo con goce de un salario. Llamamos también así , en sentido amplio, a aquella profesión u oficio que se encuentra socialmente reconocido, el que lo ejerce pertenece a alguna asociación o colegio profesional en donde se establecen los criterios generales a que ha de sujetarse la profesión u oficio respectivos y se determinan los deberes del trabajo, normas de cumplimiento e incluso, con amplios márgenes de variación, la remuneración recomendable colegialmente convenida, pero no se lleva a cabo dentro de una organización, sino que depende solo de la persona que lo ejerce.
Por el contrario, se denomina trabajo no estructurado a aquel que no cumple las condiciones anteriores, o carece de ellas en gran medida. Es lo que, en ciertos ámbitos, se llama trabajo informal.

En la última década tomaron vigencia tres fenómenos simultáneos, en relación con la estructura de este tipo de trabajo:

  • Es mayor cada día la conciencia de la importancia del trabajo no estructurado.
  • Hay muchas personas que gozaban de empleo (trabajo formal o estructurado), que desempeñan ahora trabajos no estructurados (trabajo por iniciativa, cuenta y riesgos propios).
  • Las tendencias parecen ir en el sentido de que el trabajo informal irá proliferando con el paso del tiempo.

Aquello con lo que realmente cuenta el trabajador es con su tiempo y su pericia. A estos factores puede añadirse un puesto de trabajo, pero si no sucede, no queda otra alternativa que la de compensar con creatividad, ingenio, orden, disciplina y capacidad, la falta de estructura laboral extrínseca de la que se adolece.

Lo que se acaba de afirmar es igualmente válido para aquél que posee un empleo en una organización de cualquier índole, también este trabajador se encuentra ahora trabajando por su cuenta y riesgo, debido a la labilidad y perentoriedad de los empleos.

La seguridad que antes otorgaba la organización pasó a descansar en la preparación del trabajador, para poder mantener en ella su puesto o ponerse en condiciones de trabajar fuera de ella. Ya no hay empresas que puedan ofrecer, ni aún como contrato implícito, un empleo para toda la vida, porque hoy las empresas tienen una vida mercantil más corta que la biológica del individuo; se transforman radicalmente, se funden con otras, se descentralizan en tareas que ya no les corresponden y desaparecen, por venta o cierre, mientras que el individuo guarda en su vida personal una estabilidad mayor.

Exigencias educativo-formativas del cambio laboral

A diferencia de aquellas formas de trabajo identificadas por la fijeza de las funciones, dependencia ajena, salario, localización física, tiempo fijo; hoy la actividad ocupacional se caracteriza por la mayor movilidad, autonomía y flexibilidad funcional y geográfica. La mayoría de los trabajos requieren, por otra parte, más formación y han adquirido una naturaleza más técnica.

Así mismo se ha incrementado la responsabilidad social y económica ajena a cualquier actividad laboral.

Otras de las particularidades del mundo del trabajo es necesitar una serie de competencias básicas para realizar, con eficiencia y eficacia, las funciones propias del puesto de trabajo y de la familia profesional a la que se pertenece, tener una actitud favorable al cambio y a la innovación tecnológica permanente, así como una disposición para aprender continuamente y para transferir lo aprendido a otros contextos diferentes. Igualmente se requiere tener una mentalidad tecnológica, entendida como competencia para enfrentarse con la realidad concebida en términos de problemas, problemas cuya solución requiere procesos de identificación, análisis, creación y sugerencia de soluciones alternativas, verificación de la más adecuada, toma de decisiones y su aplicación a contextos reales complejos y cambiantes.

Aunque los conocimientos especializados y relacionados con el trabajo siguen siendo importantes, el énfasis principal ha cambiado. Existe una necesidad de cualificaciones extra funcionales (cualificaciones esenciales no vinculadas a un determinado tipo de trabajo).

En las cualificaciones profesionales se distinguen básicamente, hoy en día, tres áreas:

  • Aptitudes metódicas: la capacidad de enfrentarse a nuevas tareas y problemas, de utilizar estrategias de resolución (aprendizaje intencionado, capacidad para utilizar la información, planificar y controlar).
  • Aptitudes sociales: en los procesos de trabajo, los empleados trabajan con otros empleados; las palabras claves son: independencia, cooperación, comunicación.
  • Aptitudes de actuación: hacer, decidir, ser apto para algo.

En resumen, además de las técnicas relacionadas con el trabajo, se necesitan capacidades tales como las necesarias para: la planificación; la resolución creativa de problemas y el desempeño metódico de las tareas; la responsabilidad respecto al trabajo propio y la corresponsabilidad respecto del conjunto de las tareas; la aplicación de técnicas de equipo y comunicación; integración y relación y la adopción de decisiones a la vista de situaciones complejas. La capacidad de hablar y escribir dos o más idiomas, o por lo menos comprenderlos, se convierte también en una importante cualificación en una economía cada vez más globalizada.

La política educativa juega un papel clave en la política de disminución de las desigualdades

Educación y análisis económico

Desde el punto de vista de las Ciencias Económicas, la educación viene siendo considerada como uno de los componentes más importantes de la inversión y uno de los determinantes centrales de la productividad de la fuerza laboral. El control de la oferta educativa es, por consiguiente, una de los instrumentos más directos del que disponen los gobiernos para incidir sobre el proceso de desarrollo.

La evidencia empírica en su conjunto, confirma la hipótesis de la formación de la fuerza laboral, como uno de los determinantes más importantes de la productividad y de su capacidad para absorber el proceso técnico.

Una importante gama de la teoría económica del crecimiento se ha centrado en el incremento de la productividad y la calidad del trabajo, como resultado de la inversión en capital humano, al respecto se destacan, ya desde los años ´60, los trabajos de T. Schulz (1960-1961); Denison (1962); Uzawa (1965). En algunos más recientes, el tema vuelve a resurgir en la literatura de crecimiento con trabajos como los de Lucas (1988) y Azariadis y Drazen (1990).

Para la totalidad de los autores, que hoy constituyen referentes bibliográficos indiscutibles, la educación es uno de los determinantes de la productividad y capacidad de aprendizaje de la fuerza laboral, en la medida en que incrementa la habilidad de los individuos para procesar información, tomar decisiones o aumeqtar directamente su bagaje de conocimientos técnicos.

Sin embargo, no todos están conformes con este tratamiento estático de la educación, algunos proponen un enfoque más dinámico centrado en la interacción entre formación y progreso técnico, ya que la flexibilidad y capacidad de decisión, que proporciona una buena formación, son determinantes importantes de la capacidad de los trabajadores para adaptarse al cambio tecnológico, difundirlo e incluso modificarlo con mejoras.

En consecuencia, la fuerza laboral formada no es, solamente, un factor esencial en el proceso productivo y para la innovación “per se”, sino también para la difusión y adaptación de las nuevas tecnologías.

Las corrientes economicistas del neoliberalismo económico tienen al capital humano como un factor de producción reproducible no muy diferente del capital físico. Esta similitud se extiende también a los mecanismos que determinan el ritmo de acumulación de ambos factores que, en la literatura económica, se analizan como procesos de inversión. El comportamiento individual se modela a partir de la hipótesis según la cual: los individuos ven su educación como una inversión y toman decisiones sobre la base de los costes (directos e implícitos); los beneficios pecuniarios (aumento de ingresos futuros) y de consumo directo que una formación académica comporte. Las decisiones individuales de acumulación serán también óptimas desde un punto de vista social si los costes y beneficios privados que las configuran coinciden con los costes y beneficios sociales que componen, pero no en caso contrario. Así, los autores distinguen las externalidades positivas y externalidades negativas asociadas a la educación.

Por ejemplo, el modelo de Lucas (1988) que recoge la relación entre el capital humano individual y el capital humano colectivo, es claro exponente de externalidades positivas. El contacto habitual entre trabajadores y el flujo de ideas y ayuda mutua que éste genera, hace que la productividad de cada individuo sea una función creciente del nivel medio de formación de su área de residencia, o de trabajo.

Azariadis y Drazen (1990) introducen también las que podríamos definir como externalidades intergeneracionales, tratándose de un modelo de generaciones solapadas en el que el nivel de educación de los padres incide, positivamente, sobre el capital humano de los hijos.

Las conclusiones que se derivan de estos dos modelos de economías externas positivas son importantes si tenemos en cuenta la necesidad, no solo de adaptar el sistema educativo a las nuevas necesidades del proceso productivo, sino de hacer más eficientes los recursos que el sector público y las familias dedican a la educación.

Los resultados económicos de la educación no dependen, únicamente, del individuo considerado aisladamente, sino del contexto social (trabajo, escuela, centro, familia, barrio) en el que se mueve. Si no se tienen en cuenta estos hechos los sistemas educativos están abocados al fracaso por muy altamente cualificados, desde el punto de vista académico, que le den sus promotores. “Yo soy yo y mis circunstancias”, decía Ortega y Gasset y esta ha de ser la clave que dé respuesta al fracaso de los sistemas educativos, sobre todo en aquel tramo que, actualmente, es el punto más vulnerable de la cadena: la formación profesional. Los elementos que garantizarían economías externas positivas se convierten, por el propio sistema de acceso de los alumnos, en economías externas negativas y, como consecuencia, en el fracaso generalizado de la Formación Profesional.

Como dice Lucas, la productividad de cada individuo es función creciente del nivel medio de formación en su área de residencia o trabajo. Si el sistema segrega a los individuos sin tener en cuenta otros criterios que las calificaciones obtenidas en unos temas reunidos para su edad, que ponen pocas veces de manifiesto sus cualidades creativas intrínsecas, sino mas bien el entorno social en el que se mueven, podríamos concluir que la Formación Profesional, tal como está siendo concebida, recoge fracasados para reconducirlos, mayoritariamente, hacia el fracaso, de ahí que el nivel medio es un desestímulo para profesores y alumnos. Las externalidades positivas mencionadas por Lucas pueden transformarse en externalidades negativas. Pero la inversión en capital humano no solamente genera externalidades positivas, sino también externalidades negativas cuya raíz está, en gran medida, en los mecanismos de selección que más que aumentar la productividad de los individuos sirven para identificar a los más capaces por su habilidad, para sobresalir académicamente.
Cuanto más se transforme la “formación” académica en un instrumento de competencia para acceder a los puestos más deseables, el esfuerzo de cada individuo reduce las posibilidades de éxito de sus oponentes, generándose así una externalidad negativa: la tendencia a la sobreinversión.

La sobreinversión como externalidad negativa del proceso educativo nos conduce a la teoría planteada por Lester C. Thurow en “El modelo de competencia por los puestos de trabajo” (1983). Quizá sin proponérselo, Thurow unifica o, mejor, hace converger el fracaso de la política educativa con la teoría neoclásica dominante sobre el mercado de trabajo.

La teoría neoclásica considera que el papel del mercado de trabajo consiste en igualar un vector de demandas de trabajo con un vector de ofertas de trabajo. Tanto en el proceso de ajuste como en el desajuste, aparecen varias señales. Estas comunican a las empresas que suban los salarios o, que rediseñen los puestos de trabajo, en los sectores en los que hay escasez de cualificaciones y que bajen los salarios en los sectores en los que hay excedentes. Indican a los individuos que adquieran cualificaciones en las áreas que hay escasez, en las que los sueldos son elevados y les disuade de que adquieran oficios y cualificaciones en los sectores en los que hay excedente y en los que los sueldos son bajos. Mediante este proceso, cada mercado de cualificaciones alcanza el equilibrio, a corto plazo, mediante aumentos o reducciones de los salarios y, a largo plazo, mediante una combinación de variaciones de los sueldos, alteraciones de las cualificaciones y cambios en el proceso de producción.

Sin embargo, según Thurow, este es un modelo donde la oferta y la demanda laboral de calificaciones del mercado laboral se ajustan a corto plazo por los mismos salarios; pero, en la realidad, los individuos no compiten en el mercado laboral únicamente por ello, compiten por los puestos de trabajo. De ahí que, el gran fracaso de la política educativa, sea ignorar este segundo tipo de competencia del mercado laboral.

Este planteo fue presentado ante el Comité Económico Conjunto del Congreso de los EE.UU. por Lester C. Thurow y Roger E.B. Lucas, en 1972, en The American Distribution of Income, en cuya introducción aparece el concepto de “cola laboral”, término que puede sernos de gran utilidad en los momentos actuales, cuando una mayoría de individuos, jóvenes o expulsados del mercado laboral, compiten por un puesto de trabajo.