En otras palabras, democracia. La democracia que Estados Unidos ha promovido por todo Medio Oriente, y que tantos costos le ha triado en los últimos años pos 11-S. Y efectivamente Estados Unidos pareció moverse desde el comienzo entre estas dos puntas: el deseo de no aparentar estar abandonando a los manifestantes, poniendo en juego su ya precaria imagen en la región, y por la otra punta, sostener lo máximo posible el vínculo histórico con su aliado por los últimos 30 años, Mubarak, no pudiendo retirar este apoyo de un día para el otro debido a consideraciones sobre sus intereses en la región.
De lo anterior resultó la postura “moderada” o “cauta” que adoptó Estados Unidos al comienzo, que había tomado esos rasgos debido a la relación que existía con Egipto, y el peso de los factores estratégicos, políticos e históricos. Esto debió conciliarse desde el principio con los temores a la desestabilización y a la radicalización del futuro gobierno, tratando de evitar que se vuelva anti-estadounidense y contrario a los intereses en la región.
El recuerdo de Nasser, donde Egipto se había vuelto un país desestabilizador frente a los intereses de Estados Unidos, sin duda alguna sigue latente, así como los recuerdos de Irán y su revolución islámica de 1979.
Lo primero que expresó el gobierno de Barack Obama, el día 29 de enero (un día después de la primera marcha) fue que Egipto debía encarar reformas políticas, para respetar los derechos de sus ciudadanos. Ese fue el primer día en que la situación egipcia apareció en la agenda del gobierno estadounidense de manera pública. Ese mismo día, el vocero presidencial Robert Gibbs puso en suspenso la ayuda militar millonaria que su país le brinda a Egipto, sosteniendo que esta podría revisarse, aunque por el momento no había ninguna decisión al respecto. Días después, Hillary Clinton aclararía que esta ayuda no corría riesgo alguno de verse suspendida. La cautela y la moderación dominaban en un principio la postura de Estados Unidos, al calificar de legítimos los reclamos de la población egipcia, y al pedir una “urgente respuesta” a estos pedidos por parte del gobierno de Mubarak. Se evitaba dar un respaldo público y explícito al gobierno de Mubarak, y tampoco se hablaba en la Casa Blanca o el Departamento de Estado de su salida del gobierno egipcio.
Desde el 31 de enero, a unos días de iniciadas las manifestaciones, el temor por que se genere un vacío de poder si la transición no se llevaba a cabo ordenadamente estuvo siempre presente. Este vacío de poder podría llevar inestabilidad a la región, o a un gobierno islamista radicalizado (gran temor también en Israel). Se necesitaba pensar un plan para llegar a un gobierno democrático, representativo, y con ausencia de elementos radicales, como podía ser alguna facción de la Hermandad Musulmana, que pusiera en peligro no solo los intereses de Estados Unidos en la región, sino también los de sus aliados.
En este sentido, Hillary Clinton advirtió que remover a Mubarak rápida y abruptamente podría amenazar y perjudicar la transición en Egipto. Esta postura adoptada por Estados Unidos demostraba el intento de evitar que se genera una inestabilidad tanto en el país como en la región, a expensas en principio de dejar de lado la demanda principal de los manifestantes: que Mubarak se vaya inmediatamente. Esta es la postura que fue ganando fuerza con el correr de los días en la Casa Blanca, y es la que había sostenido también el enviado a Egipto, el diplomático Frank Wisner: Mubarak debiera seguir en el poder, al menos por un tiempo, para así garantizar una transición ordenada. Clinton continuó con esta línea de pensamiento durante la Munich Security Conference, el día 5 de febrero, declarando durante su discurso que existían riesgos en la etapa de transición democrática, que puede llegar a ser caótica, y causar inestabilidad en el corto plazo, llevando inclusive a otro régimen autoritario. Recordó a la vez como en un discurso dado en Doha, durante su participación en el “Foro del Futuro” el día 12 de enero, ella misma urgió a los líderes de la región a que presten atención a los reclamos de sus pueblos, en un contexto donde la mayoría de la población no superaba los 30 años de edad y estaba desempleada. Esa misma generación joven, Clinton agregaba, está reclamando gobiernos más abiertos, más efectivos y más responsables. Además, en referencia a los hechos que estaban ocurriendo en Egipto y Túnez, que los líderes pueden contener estas mareas por un tiempo, pero no por mucho tiempo, y que este statu- quo no era sostenible en el tiempo. Agregó finalmente que el desafío para su país en la región era el de ayudar a sus socios a que den pasos hacia un mejor futuro para sus pueblos, y que oigan sus voces. Esto debía ser una estrategia para que la brecha entre los gobiernos y sus pueblos no se volviera mayor aun, generando mayora inestabilidad. Por lo tanto, en la región debía darse un avance hacia gobiernos libres, transparentes y justos.
Estados Unidos pasó luego por una breve escalada en el tono de su mensaje, pidiendo un “cambio inmediato”, el día 5 de febrero, para luego dar paso a una posición más moderada, exigiendo una transición ordenada, y no ya “cambios inmediatos”. Mubarak resistió este pedido de cambio inmediato, llevado ante el por parte del enviado de Estados Unidos Frank Wisner, diplomático y ex embajador en Egipto. Se debían iniciar inmediatamente negociaciones con la oposición para dar lugar a una transición ordenada, y luego desembocar en una democracia real.
Este pedido de inmediatez por parte de Barack Obama fue moderada a partir de las conversaciones con los líderes de las naciones árabes de la región aliadas a Estados Unidos. Israel, Jordania, Arabia Saudita y el Emirato Árabe Unidos habían pedido a Estados Unidos que no le suelte la mano a Mubarak tan rápido. A todos les preocupa que una renuncia precipitada de este pueda acarrear inestabilidad a la región. Y estos reclamos no pueden ser ignorados de ninguna manera, ya que todos son aliados claves para Estados Unidos en una región donde se ponen en juego sus intereses de forma primordial. Estados Unidos adoptó a partir de allí una estrategia que implica un proceso de transición, que no conducía necesariamente a la salida inmediata de Mubarak, evitando así inestabilidad durante este proceso.
Wisner, el enviado especial a Egipto, cometió un desliz al sostener públicamente que Mubarak, un viejo amigo de Estados Unidos, debía continuar en el poder para conducir los cambios necesarios, siendo decisiva su continuidad en el cargo. Estas declaraciones fueron desmentidas de lleno por el Departamento de Estado, pero dejaban en evidencia el hecho de que había sectores que abiertamente sostenían y apoyaban la idea de que Mubarak continuara en el poder, mientras se llevara a cabo la transición, una idea muy lejos. A la vez, (y además de enfurecer a Obama), pusieron en evidencia algunas fracturas dentro del Departamento de Estado, dejando a la luz algunas posturas a favor de Mubarak y su continuidad durante un tiempo. Por un lado, la presión de Obama para que Mubarak se fuera, y por el otro, preocupaciones por la estabilidad por sobre todas las cosas, que podían dejar mal parado al gobierno de Obama. Al menos públicamente, Estados Unidos no podía anteponer sus intereses estratégicos, que implicaban la continuidad de Mubarak por un tiempo y el distanciamiento de los manifestantes pro- democráticos.
Las divisiones no estaban en la idea de transición ni en su duración, sino más bien en torno al mensaje que se tenía que dar frente al mundo.
Básicamente, existían dos puntos de vistas con orígenes distintos. Por el lado del Departamento de Estado, se antepusieron los intereses estratégicos de Estado Unidos, las amenazas que podían resultar al acuerdo de paz de 1979 y los efectos sobre el proceso de paz en Medio Oriente. Por otro lado, la Casa Blanca, que también compartía esas preocupaciones lógicamente, se preocupaba por el mensaje que Obama debía transmitir, abrazando la causa democrática y a los jóvenes manifestantes, a la vez que los ideales expresados en su histórico discurso de El Cairo en el 2009.
En un discurso dado el día 6 de febrero, Obama mencionó al respecto que Egipto ya no volvería a donde supo estar, volvió a reclamar una transición ordenada, que lleve a elecciones justas y libres, pero ya no reclamó “inmediatez” en los cambios ni tampoco mencionó si Mubarak debía irse o no, y solo recordó que no se presentaría a las elecciones de septiembre para reelegirse. Su posición inicial ya se había visto moderada para ese entonces. Ya se barajaba por aquel entonces la posibilidad cierta de que tarde o temprano Mubarak se iría, y que habría que trabajar con un gobierno de transición.
Estados Unidos ha imaginado un peor escenario posible para sus intereses: el ascenso del extremismo en Egipto, liderado quizás por la Hermandad Musulmana, problemas con el Canal de Suez que implicarían complicaciones para el abastecimiento y el comercio, y el consecuente avance de Irán, con el agregado de que esto también perjudicaría al mayor aliado de Estados Unidos, Israel. En este escenario, Estados Unidos no solo pierde a un aliado vital como lo es Egipto, sino que también pierde mucha influencia en la región, junto a una notable retórica anti- estadounidense. Este escenario seria el resultado de la inestabilidad tan temida durante el período de transición hacia las elecciones.
Obama evidentemente no quiso aparentar un excesivo “intervencionismo” de Estados Unidos en la cuestión egipcia, y solo declaraba que el futuro de Egipto “era cuestión de los egipcios”, y que su pueblo debía decidirlo. Solo mencionaba reiteradamente la necesidad de una transición ordenada y pacífica, que condujera a unas elecciones libres. O sea, que Mubarak debía irse, por más que eso no se dijera explícitamente. Pero a pesar de que no se hacia este pedido por que Mubarak se fuera, en la Casa Blanca se empezaba a trabajar la idea de que esto ocurriría, y que una transición tendría lugar en algún momento. En esta línea se ubicaba el diálogo con Omar Suleiman y su designación como vicepresidente, con la idea de que condujera una transición cuando Mubarak ya no esté. Pero Suleiman no creía necesario que Mubarak renuncie inmediatamente, ni que debiera levantarse la ley de emergencia (vigente desde hace 30 años), que suprimía a las voces opositoras. De todos modos, Estados Unidos ponía en este hombre su confianza, para ser el eje de una posible transición y que hiciera los cambios (algo que suena paradójico, ya que las mismas personas no habían hecho cambio alguno en 30 años). Así, la estabilidad parecía imponerse a los reclamos democráticos de los egipcios, dejando estos para más adelante, y evitando por el momento y durante la transición que reinara el caos. Aquí actuaba de nuevo el balance entre el apoyo a los reclamos populares con el temor a que el período de transición llevara a un escenario de inestabilidad y tensión.
Omar Suleiman, jefe de la inteligencia egipcia desde al año 1993, y con profundos vínculos con Estados Unidos y la CIA, era visto como asesor personal de Mubarak, y con un gran poder analítico, sirviendo de hecho como un consejero de seguridad nacional por momentos, con influjo directo sobre la cuestión israelí- palestina, por ejemplo. Vale aclarar que la visión de Israel sobre Suleiman también era positiva en este sentido, y muchas veces lo mencionaban como posible sucesor de Mubarak en el futuro por medio de diversos cables diplomáticos. Suleiman también sostenía ante autoridades estadounidense que su país estaba “rodeado de extremistas” y que la Hermandad Musulmana era el peligro principal y una amenaza seria, debido a que explotaban la cuestión religiosa para influencia y movilizar al público egipcio. Dado el contacto estrecho e histórico entre Suleiman y el gobierno norteamericano (entre otros, con el hoy vicepresidente Joe Biden en momentos en que este participaba en la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado) es una probable fuente de influencia sobre la diplomacia estadounidense, y de algunos temores sobre el radicalismo en Egipto y la Hermandad Musulmana. Suleiman debía liderar esta transición ordenada que Estados Unidos reclamaba, y esta debía ser gradual, mientras se le buscara una salida a Mubarak del poder con la asistencia de los militares.
A favor de Estados Unidos juega el hecho de que los integrantes del Consejo Militar tienen una estrecha relación con su gobierno, al igual que con el de Israel. Esta realidad puede ayudar a aplacar una realidad compuesta más bien por la incertidumbre con respecto a la transición egipcia.
Estados Unidos ahora deberá comprometerse con la transición iniciada en Egipto, y se han iniciado conversaciones para elevar la suma de 250 millones de dólares que se envían anualmente en ayuda económica, para poder asistir el surgimiento de partidos políticos seculares (que no existen hoy en día, dado que la Constitución solo permite un partido, el gobernante Partido Nacional Democrático) y apoyar así a la transición.
Se ve así que lo que lleva a cabo Estados Unidos es un “balance de intereses”, entre el gobierno egipcio y su aliado Mubarak, y los manifestantes, a los que no se quiere poner en contra. Escalada retórico, que comenzó por pedidos de transición ordenada, para luego pasar a la “inmediatez” de los cambios, y luego moderarse con el correr de los días a partir de las consideraciones de los países aliados a Estados Unidos. Así ha ido evolucionando la postura de Washington con respecto a Egipto. La caída de Mubarak finalmente dejó a Estados Unidos sin su gran aliado en la región, y el futuro de Egipto encarando una transición pasa a ubicarse en el centro de la política exterior a partir de ahora.