El 28 de febrero de 2013 no será un día más en el cargado calendario de la iglesia. A las fiestas religiosas, las conmemoraciones bíblicas y el recuerdo de los santos, debe sumarse una nueva fecha; la histórica jornada donde el hombre más importante de la iglesia católica le dio la espalda a la institución que presidió durante ocho años. Joseph Ratzinger se convirtió en Benedicto XVI cuando el 19 de abril de 2005 los cardenales lo eligieron como Sumo Pontífice. Desde aquella tarde de Roma donde el humo blanco anunciaba la elección del sucesor de Juan Pablo II pasaron exactamente siete años, diez meses y nueve días, que comparado con el sistema político que marca la constitución argentina serían casi dos mandatos presidenciales completos. “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio cetrino”; con esa frase anunciada en perfecto latín el 11 de febrero, Benedicto le comunicaba a sus cardenales con los que se encontraba reunido en Roma, que la fatiga y los problemas de salud lo obligaban a renunciar a sus responsabilidades eclesiásticas. La noticia a nivel planetario inundó los canales de televisión, las radios y los diarios. El retiro papal a los 85 años marcaba un hecho histórico no sólo para el mundo católico, sino para todos los analistas que veían en él, un trasfondo relacionado con la lluvia de acusaciones y señalamientos que vivió la iglesia en estos últimos años. La Santa Sede estaba, o mejor dicho está, inmersa en una crisis que no se limita a la decadencia moral de varios sacerdotes; el año pasado Benedicto XVI debió enfrentar el escándalo de los “Vatileaks”: denuncias de corrupción financiera y feroz rivalidad entre los cardenales para obtener puestos en el clero. Todas estas adversidades, sumadas a las críticas a su mandato conservador, desgastaron a un hombre que, a su vapuleado y débil cuerpo, afrontaba un período turbulento de la institución.
Con la fecha del adiós marcada aquel 11 de febrero, sólo restaba esperar como se sucederían los hechos, que lejos de tener un protocolo marcado estarían signados por una improvisación propia de algo que se da luego de seiscientos años.
“Un peregrino más, que empieza su última parte de peregrinaje en esta tierra”, así Ratzinger ponía en palabras sus sentimientos a los 144 cardenales llegados de todo el mundo para darle el saludo final y para elegir, en un cónclave que seguramente comenzará entre el 12 y el 15 de marzo, a su sucesor. Luego de su reunión, Ratzinger abandonó para siempre su departamento del Palacio Apostólico y se dirigió en el “Papacóptero” a la residencia de Castel Gandolfo, donde saludó a las autoridades locales y se desplazó hacia el palacio que solía ser su refugio en los veranos. Allí pasó sus últimos momentos como papa acompañado de una multitud de fieles que presenciaron sus palabras finales: “Gracias de corazón. Como saben, en este día, no soy más pontífice”. Esa jornada del 28 fue histórica, miles de creyentes acompañaron el ocaso del mandato Benedictino, algunos millones más a lo largo y ancho del mundo siguieron sus pasos por la televisión y fueron testigos de la devoción que la religión genera en los hombres.
Joseph Ratzinger: un frágil hombre anciano, un papa emérito, una figura que trasgredió las estancas reglas de la iglesia, y que tras ocho polémicos años como obispo de Roma decidió decir: No habemus papam. ◊