La inseguridad, como fenómeno criminológico, jurídico y social, pone en marcha el aparato estatal en un doble sentido operativo. En primer lugar, en su aspecto punitivo propiamente dicho, consistente en dar inicio al respectivo “proceso”, como conjunto de pasos y procedimientos tendientes a lograr por parte del Estado la aplicación de una sanción penal al autor del delito, mediante la recolección de pruebas de cargo, sometidas al debido contralor de los demás intervinientes en el proceso, dando cumplimiento a aquellas correctas reglas de juego denominadas principios de “debido proceso” y “defensa en juicio”, entre otros. En segundo lugar, despliega su actuación en el estudio de estrategias destinadas a la prevención de futuros eventos de igual naturaleza delictual.
Varios sujetos intervienen en ese proceso. El Estado y los imputados de delitos son los sujetos más relevantes. El delito es una descripción de una conducta eventual bajo apercibimiento de una penalidad, que generalmente afecta la libertad, los derechos y el patrimonio de los que realicen esa conducta prohibida. Pero no obstante la clara advertencia de la sanción penal, dogmáticamente tratada en las denominadas “teorías de la prevención de la pena”, esto es, una suerte de aclamación por parte del Estado que enuncia “al que hiciere esto le pasará esto”, o “no hagan lo que él hizo porque lo mismo les sucederá”, los crímenes siguen aconteciendo, y cada vez en una escala más violenta y compleja.
Con todo, la explicación de la criminalidad ha ido variando con el transcurso del tiempo. Desde sus inicios, el delito fue identificado con el pecado; en la antigüedad y la Edad Media, pasó a las teorías iluministas propias del contractualismo de los siglos XVII y XVIII, donde la persona cometía el delito por convicción, al tener libre albedrío en una sociedad igualitaria, para luego pasar a la derivación de las teorías positivistas, nacidas bajo el estudio científico de fines del siglo XVIII al XIX, donde predomina el concepto de homo delinquens lombrosiano, y el delincuente nato, orientado a discapacidades físicas, claramente discriminatorias y violatorias del principio constitucional de igualdad ante la ley.
Posteriormente, luego de la finalización de la Primera Guerra Mundial, se produjo un cambio de paradigma en la concepción del delito. Europa debilitada en todo su contexto, frente a un EEUU fortalecido industrial y económicamente, produjo modificaciones en la economía de mercado. Las industrias más fuertes desplazaron a las más débiles, y se acentuó por ello la división internacional del trabajo, decayendo el colonialismo y la supremacía europea. Aquí comenzó a explicarse la delincuencia como necesaria por el crecimiento industrial. Un integrante más del modelo sociocultural-económico. La delincuencia era una parte fisiológica de ese modelo, no un integrante patológico. Aquí, la criminalidad es un síntoma de una sociedad que funciona bien, dentro del marco fordista de la modernidad (producción industrial, incremento de capital, gratificación diferida). La pena solo debe orientar al delincuente a tomar el camino correcto de la producción y el bienestar industrial. Esta concepción “sociológica” del delito fue sostenida por Emile Durkheim y Robert Merton.
Más en la actualidad, otras escuelas tratan de aportar su orientación en tópicos más específicos como las teorías psicoanalíticas o psiquiátricas, donde se ensaya fundamentar la criminalidad con causales etiológicas-explicativas de la criminalidad. Tanto es así que el delito se comete para satisfacer los instintos antisociales del inconsciente y para justificar el sentimiento de culpabilidad, por lo cual se delinque para confesar su ejecución, por lo que inconscientemente desea ser atrapado. O las propias de naturaleza ecológica, como la escuela de Chicago, como una derivación de la teoría del “espacio vital”, según la cual la lucha por el enviromental factor o entorno espacial motiva la criminalidad, por ejemplo, en la lucha de pandillas y tribus callejeras.
A mediados de la década del sesenta, a raíz de la lucha por los derechos civiles, políticos y universitarios, hace su aparición la criminología crítica. Se enfoca en el comportamiento social para con el delito. Así, de estudiar al delincuente y las causas de su comportamiento (paradigma etiológico), se comenzaron a estudiar los órganos de control social que deben controlar y reprimir la desviación (paradigma de la reacción social), así el delito SE HACE, como inducción de la modalidad social. En nuestro país, exponentes como Zaffaroni señalan: “Cada uno de nosotros se va haciendo del modo como los demás nos van viendo y conforme esta mecánica, la prisión cumple su función reproductora, y la persona ETIQUETADA (labelling approach) como delincuente asume finalmente el rol que se le asigna y se comporta conforme al mismo”. De esta forma, el delito será lo que la sociedad exprese como tal y estará definido por la mentalidad pública. El paradigma de la reacción social interpreta que la única realidad que diferencia al criminal del que no lo es es el haber sido rotulado o etiquetado como tal. El rótulo no es una asignación caprichosa. Es influida por la opinión pública, los medios de comunicación, el aparato institucional y las circunstancias de tiempo y espacio del sujeto. Ante ese rol impuesto, puede resistirse o asumirlo, y si así lo hace, se identificará con prototipos y símbolos acordes al rol. Esta concepción dogmática explica las subculturas villeras en nuestro país y las mareras en Centroamérica.
Con todo, en la actualidad predomina el antagonismo de dos posturas relevantes. El realismo de derecha, originado por el pensamiento conservador inglés y republicano norteamericano, y el realismo de izquierda, como reacción inmediata a la postura dogmática anterior. El realismo de derecha, propio de la década del setenta, bajo el postulado “ley y orden”, fomenta la idea de la “tolerancia cero” (broken windows o teoría de las ventanas rotas) y entre sus postulados sostiene la necesidad del aumento de la actividad punitiva para disminuir los índices de criminalidad (represión), centrando sus objetivos en la prevención y detención de los usual suspects y en la forma de ilegalidad más peligrosa, que es la convencional. Para ello se aumentan los límites de la punibilidad y de la severidad en la represión, llegando a justificar la pena capital para ciertos delitos y como forma de extrema intimidación. Esto se aplicaría en las actividades de bandas y el crimen organizado. Wilson, Van Den Haag y Kelling son claros sostenedores de la teoría.
Contrariamente, John Lea y Jock Young rechazan la campaña “Ley y Orden”, ya que desde que llegó al poder la criminalidad había aumentado en grandes proporciones. Así se pretende el análisis de la criminalidad desde una perspectiva socialista. Se orienta a la observación de la víctima, del agresor, de la reacción social y del comportamiento delictivo como posibles causas de la criminalidad. En definitiva, propone facilitar la creación de una nueva relación entre la policía y la sociedad, y elaborar un programa de control mínimo del delito. Así se sostiene que los sectores sociales desprotegidos son los que con mayor frecuencia padecen y soportan el delito.
Miles de libros se han escrito respecto del hombre y la criminalidad, y tanto es así en su vastedad como en su carácter complejo que cada vez es más difícil procurar la evitación de delitos en el mundo postmoderno. La multiplicidad de sociedades, la multidiversidad cultural en un mundo interconectado por la digitalización de la información, se erigen como componentes participativos a tener en cuenta en el conjunto de variables a estudiar.
En la actualidad, se subdivide el tratamiento del Estado en materia de criminalidad. Podría decirse desde una concepción macro, que los Estados reconocen el crimen organizado como una amenaza de envergadura medida en su entidad en paralelo a las capacidades estatales, tanto es así que su actuación transnacional excede la eficacia de las medidas ejecutivas que cada país tome sobre ello, poniendo de manifiesto la necesidad de actuación conjunta y coordinada entre los Estados, activa y multidisciplinariamente por medio de las diversas agencias y organismos que constituyan cada país afectado. El carácter intrincado y complejo de la problemática exige una programación metodológica transnacional de fluida información y necesaria interacción entre sus operadores, lo que por diversos factores jurídicos, políticos y económicos, raramente sucede.
Por otro lado, y en una perspectiva micro, el cambio de paradigma punitivo ha ido variando de la actuación sancionatoria, clásica faceta castigadora, a un Estado de interacción, restaurativo y comunitario. Aquí el Estado, en vez de solamente sancionar, realiza avances aproximativos para mitigar la criminalidad menor, generalmente ocasionada por estímulos sociales, falta de educación o exclusión social. Esto no solo está dado a nivel policial (como la policía comunitaria o de aproximación que se detalló en publicaciones anteriores), sino también en el ámbito de los niños, niñas o adolescentes, en tanto menores de edad, dentro del paradigma de la justicia integral restaurativa, plasmado en tratados y convenciones internacionales, como la Convención de los Derechos del Niño, Reglas de Beijing y Directrices de Riad, e incluso en la modalidad de Justicia Comunitaria para mayores de edad, como se está dando en tribunales penales de la ciudad de Nueva York, a través del modelo “Centros Comunitarios de Justicia”,
metodología instalada en los tribunales comunitarios en Red Hook, un pueblo de Brooklyn. Axel Calabrese, juez de la Corte Suprema del Estado de Nueva York, en una jornada celebrada recientemente en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora señaló lo siguiente: “Nuestro objetivo siempre es que crean que pueden ser exitosos, además acompañamos sus tratamientos para evitar que vayan a la cárcel y que puedan poner en orden sus vidas. … la principal tarea es acortar la brecha entre la comunidad, la policía y el tribunal, pero el mayor trabajo se realiza en la reinserción de quienes tienen conflictos con la comunidad. Todos colaboramos para que se puedan reinsertar en la comunidad, buscamos sus partes positivas y las potenciamos, centrándonos principalmente en la educación”.
Del otro lado de la ecuación criminológica, también adquiere particular relevancia la figura del sujeto que padece el delito, la víctima, quien no solo sufre el perjuicio específico del crimen que le tocó vivir (a la sazón, los llamados “bienes jurídicos protegidos” por el derecho penal: la libertad, la propiedad, la integridad sexual y, en el peor de los casos, la vida), sino que también soporta un desgaste y erosión a nivel personal, familiar y hasta social por el acontecimiento disvalioso, que muchas veces lo estigmatiza para toda la vida. Se define la victimología como aquella “moderna rama de la criminología que se ocupa del estudio científico de las consecuencias del delito, para quienes padecieron o padecen directamente un hecho criminal, así como de sus formas de asistencia.
Felizmente, el problema del tratamiento de la víctima ha adquirido en la actualidad la debida importancia que merece a nivel institucional, habiéndose tomado conciencia de su gravedad y actuado consecuentemente. Desde un punto de vista normativo y a nivel internacional, la Asamblea General de la ONU en el año 1985 estableció la Resolución n.° 40/34, la cual establece principios de justicia relativos a las víctimas de delitos y del abuso de poder, definiendo la calidad de víctima, sus derechos frente al proceso, el tratamiento de la indemnización por el daño del delito y el compromiso de los Estados en la salvaguarda de derechos, entre otros puntos de interés. En nuestro país, dichos derechos están expresamente equiparados a las normas de la Constitución Nacional (art. 75 inc. 22 C.N.).1
Técnicamente, se define a la “víctima” propiamente dicha, como quien sufrió personalmente el delito, en distinción a la figura del “querellante” o “particular damnificado”, como aquel que resultó perjudicado de cualquier otra manera (por ejemplo, el dueño de un bien que le fuera sustraído a otro). En la Provincia de Buenos Aires, luego de la sanción de la Ley 11.922 (Código Procesal Penal), se ha instaurado la figura de la víctima como protagonista del proceso, enumerándose entre otros derechos, trato digno y respetuoso, acceso a la información detallada del estado del proceso, salvaguarda de su intimidad, reintegro de los efectos sustraídos, etc. (art. 83 C.P.P.).
No obstante ello, “en innumerables casos, la víctima de un delito se convierte en víctima de los procedimientos promovidos por causa de tal hecho criminal. Ello especialmente en los casos de delitos sexuales, cuando quienes han sufrido tales ataques son atribulados testimonialmente durante el trámite de la causa o se explota su infortunio en los medios masivos de comunicación”2. En consecuencia, la evitación de tales supuestos resulta un desafío constante para el Estado.
En líneas generales, en caso de sufrir un delito violento, como primera medida, la víctima debe asistirse médicamente en un centro asistencial, cuyos profesionales y directivos tienen la obligación de realizar la denuncia pertinente del evento. No obstante ello, cualquier persona puede hacer llegar la noticia del crimen (notitia criminis) ante la policía, agente fiscal o juez, luego de lo cual se pone en marcha el aparato estatal destinado a lograr la individualización del autor del hecho, la prueba de su responsabilidad y la sanción penal en última instancia.
A la calidad de víctima solo se le exige la obligación de prestar declaración testimonial de lo sucedido, para brindar la versión necesaria de los acontecimientos, a los fines de la prueba necesaria para el proceso penal, no obstante eventualmente también ser sometido a peritaciones médicas, psicológicas o psiquiátricas llevadas a cabo por médicos forenses.
Es de particular tratamiento la víctima de delitos sexuales, ya que por el Código Penal se requiere la exclusiva denuncia de la víctima para impulsar el proceso, toda vez que la Ley da primacía a salvaguardar el pudor de la víctima ante el sometimiento del proceso público (llamado strepitus fori) antes que a perseguir penalmente al autor del delito (art. 72 inc. 1. ° del C.P.). Las víctimas de estos delitos también pueden concurrir a las denominadas “Comisarías de la Mujer”, que abarcan en su tratamiento y atención tanto los ataques sexuales como los hechos de violencia familiar. En el particular ataque sexual se aconseja como primera medida dirigirse a un lugar seguro, llamar a la policía, consultar a un doctor, y acompañarse por un familiar, amigo o persona de confianza. También es conveniente no destruir la evidencia, de modo tal que no debe ducharse, lavarse o cambiarse de ropa hasta el arribo de la policía.3
No se le requiere a la víctima el patrocinio de un abogado (salvo el caso del querellante o particular damnificado antes mencionado), pudiendo acceder al servicio de “Asistencia a la Víctima” –tanto a nivel nacional en el ámbito de la Ciudad Autónoma como en la Provincia de Buenos Aires– sistema asistencial dependiente del Ministerio Público Fiscal, resultando organismos que tienen como particular objetivo morigerar las consecuencias del estrés postraumático y las secuelas del delito en los sujetos pasivos de este.
Varios organismos públicos brindan asistencia y orientación a las víctimas de delitos, como los Colegios Públicos de Abogados y Municipalidades Zonales, además del instituido “Programa Nacional de Antiimpunidad” dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, que tiene como propósito canalizar los reclamos de justicia de la sociedad tutelando sus derechos esenciales.
Igualmente, otras secuelas también afectan a las víctimas de delitos. Se dice que “El miedo es una perturbación angustiosa del ánimo por algún peligro o mal que amenaza, como consecuencia derivada de una sensación de inseguridad. Se distingue de la fobia, en punto a que esta es un temor excesivo y persistente, relacionado con un objeto o situación que objetivamente no es fuente significativa de peligro,5 como así también del pánico, siendo esta última aquella situación de crisis que degenera en desórdenes generalizados o desbandas desenfrenadas que licúan los vínculos sociales, siendo definido por algunos autores como una representación social autorrealizadora, ya que el pánico se da cuando “cada uno huye sin saber por qué, simplemente porque toma el ejemplo de su vecino, suponiendo que el sí sabe por qué, resultando una oportunidad donde se produce una desocialización extrema violándose las normas más fundamentales de relación, con una pérdida absoluta del autocontrol6”. Con en estas palabras empezamos nuestra anterior publicación cinco años atrás, con relación al estrés que generaba una eventual amenaza terrorista. Ahora, si bien las circunstancias han mermado en torno a dicho flagelo internacional, en nuestro país, el estrés pre- o postraumático se pone de manifiesto en la sensación de inseguridad existente en la sociedad.
Según Gabriela Martinez Castro, Directora del Centro Especialista en Trastornos Mentales, “En los dos últimos años subieron entre el 30 y el 40%” las consultas por casos de estrés luego de episodios de inseguridad”7, lo que genera patologías no solo de naturaleza psicológica, sino también con efectos psicosomáticos, como ser contracturas musculares, mareos, taquicardia, agitación, náuseas y sudoración, entre otros.
Esto pone de manifiesto que no solo la sociedad se ve afectada en sus derechos humanos fundamentales como ser la vida, la salud física, la libertad y el patrimonio, sino también en su salud psíquica y emocional, efecto colateral muchas veces no valorado en situaciones de naturaleza violenta, la mayoría de las veces con mayor perjuicio que una situación criminal patrimonial, entiéndase un robo cualquiera, ya que muchas veces la víctima por el susto –y sin la animosidad última del atacante– sufre un ataque cardíaco o una dolencia cerebrovascular por una suba de la presión arterial al ponerse nervioso por la situación.
En el mejor de los casos y sin situaciones tan extremas, con terapia y medicación se puede vencer el estrés postraumático. Tratamiento psicoterapéutico, con eventual medicación, terapias grupales y contención emotiva hacen el resto, pero nada impide que dicha situación se pueda repetir conforme el estado de violencia criminal generalizado.
Pero en la actualidad la calidad de víctima ha adquirido ribetes menos subjetivos y más participativos a nivel social e incluso vinculados a la acción política. La idea de víctima de origen arcaico era el animal ofrecido a los dioses en sacrificio. Analógicamente se lo empleó en el caso de sufrimiento a una persona por causa de un acontecimiento nefasto. En la actualidad, la víctima trasciende de su esfera de intimidad e inmanencia sufrida para conformarse como un integrante social que transforma su dolor en movimiento positivo, orientado a paliar las circunstancias del acontecimiento nefasto. Como señala Diego Zenobi, antropólogo investigador del Conicet que dedicó su tesis de doctorado al “movimiento Cromagnon”, citada por Fernanda Sandez en su artículo Victimas. Las nuevas figuras de la acción política8, señaló el movimiento como la movilización de los familiares de la víctimas en pos de su reclamo de justicia, el dolor como disparador del movimiento, “porque para ser víctima primero hay que ser reconocido como tal y esto se logra manifestando, llevando las fotos de los muertos, hablando con políticos, explicando las causas, pidiendo que se vote lo que haga falta…”. Es que, continúa, “si hay algo de inquietante en la víctima, es su capacidad para recordarnos lo que hay de precario en nuestras vidas”. La actividad sublimante que la victimización realiza en el contexto de la inseguridad contemporánea debe resultar un firme contralor y una variable inquisitiva de la actuación estatal como un resguardo de la actuación de las agencias respectivas en su desempeño específico. ◊