El 26 de marzo de 2012 no fue un día más en la cargada agenda de viajes papales por los diferentes países del mundo. Pasadas las siete de la tarde de esa jornada especial, un avión proveniente de México aterrizó en el caluroso asfalto de Santiago de Cuba y depositó a la máxima figura del Vaticano en la tierra del comunismo. Con los ojos de propios y extraños puestos en este acontecimiento, Benedicto XVI arribó a Cuba en una misión que significó algo más que su primera visita al archipiélago.
Con el fin de celebrar los 400 años del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba venerada por el Beato Juan Pablo II en su paso por la isla en 1998, la visita del Sumo Pontífice envolvió una carga simbólica, más allá de los aspectos prácticos y objetivos del hecho. No solo porque es la primera vez de Benedicto XVI en territorio castrista y la tercera incursión papal luego de más de cinco décadas de tensión entre el Vaticano y la isla, sino también por las enormes expectativas que despertaba la llegada de un mensaje religioso en pos de la paz, la libertad y la justicia, que brindara una luz de esperanza para todo el pueblo cubano. Es así que católicos, ateos y adeptos a la santería, cubanos y norteamericanos, capitalistas y comunistas, fueron el público que, más allá de las ideologías particulares, se acercó a presenciar el encuentro de dos mundos antagónicos.
Fueron cuarenta y ocho horas de misas, reuniones y actos en nombre de Dios, en los que la vista estuvo puesta en ese discurso que nunca llegó. Tanto las palabras del máximo representante del Vaticano, como las de su par cubano, Raúl Castro, tuvieron como principal eje temático la apertura religiosa y las cuestiones relacionadas con esta, lo que dejó una gran cantidad de decepciones y críticas, fundamentalmente por parte de los sectores disidentes.
El balance final está tensionado por diferencias visibles. Lo que para unos fue una victoria espiritual para otros fue una nueva derrota. Lo cierto es que, más allá de las banderas religiosas, políticas y culturales, el viaje dejó dos realidades contrapuestas: por un lado, el triunfo católico que significó la celebración del Viernes Santo con un feriado decretado por el propio estado cubano para lograr así la incorporación de la fe cristiana en el seno de un país hostil a esa creencia y, por el otro, la victoria de los Castro que, aun permitiendo pequeñas libertades, manipularon la visita de Benedicto XVI y no debieron ser sometidos a cuestionamientos sobre los presos políticos, las persecuciones a disidentes y las graves violaciones a los derechos humanos que el régimen autoritario impone hace más de 50 años. ◊