La referencia, claro está, es a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), una entidad constituida formalmente en el año 1964 por Pedro Antonio Marín, el mítico “Manuel Marulanda” o “Tirofijo”, que la condujo durante más de cuatro décadas, lapso que dejó como saldo miles de muertos y mutilados en su país natal.
A principios de los años noventa, las FARC iniciaron un irreversible viraje hacia las drogas e incursionaron en el campo de la criminalidad organizada, en el marco de una reorientación generada tras la muerte de Jacobo Arenas, el dirigente que mantenía la pureza ideológica y doctrinaria de la organización. Esa reorientación estuvo enmarcada en una profunda reorganización del escenario de criminalidad colombiana originada por la derrota y el desmembramiento de los míticos carteles del narcotráfico de Cali y Medellín. A mediados de ese decenio, la justicia de ese país actuó en consonancia con ese cambio y emitió casi medio centenar de órdenes de captura contra jerarcas y mandos intermedios del grupo por tráfico de drogas. El listado incluía, además de a Tirofijo, a Luis Edgar Devia (“Raúl Reyes”), Luciano Marín (“Iván Márquez”), Guillermo Sánchez Vargas (“Alfonso Cano”) y Jorge Briceño Suárez (“Mono Jojoy”).
Se ha dicho de las FARC que, en otras épocas, fueron una insurgencia ideológica, pero luego se transformaron en una “gavilla criminal de narcotraficantes con expresiones brutales de terrorismo contraproducente”. Ampliando esta idea, el salvadoreño Joaquín Villalobos dijo: “Comenzaron extorsionando narcotraficantes y terminaron siendo dueños de la mayor producción de cocaína del mundo. Transitaron de última guerrilla política latinoamericana a primer ejército irregular del narcotráfico”1. Lo notable de esta última frase es que no fue emitida por un funcionario del gobierno colombiano, sino por un viejo líder del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), desencantado con la mutación de la organización hacia las actividades criminales.
Desde la segunda mitad de la década de los noventa hasta inicios del siguiente decenio, financiando sus operaciones con el dinero procedente del tráfico de drogas, las FARC tuvieron su mejor momento. Ni la presidencia de Ernesto Samper (1994-1998) ni la gestión de Andrés Pastrana (1999-2002) mostraron el diseño ni la ejecución de estrategias que se revelaran eficientes frente al embate de la guerrilla, que incrementaba día a día los combatientes desplegados sobre un espacio territorial cada vez mayor.
Pastrana concibió la posibilidad de llevar a cabo una serie de diálogos de paz con las FARC en la selvática zona de El Caguán, a partir de una agenda que contenía temas políticos, económicos y sociales.En esta iniciativa, su interlocutor era “Tirofijo”, quien se dio el lujo de dejar plantado al jefe de Estado colombiano en presencia de los medios de comunicación de todo el globo.
El fracaso de los diálogos de El Caguán y la conformación de la Zona de Despeje, sumados al hastío de una sociedad que rechazaba el accionar insurgente, fueron elementos que incidieron de manera directa en el triunfo comicial de Álvaro Uribe.
Con un claro mandato de los votantes: emplear de manera decidida los recursos estatales para doblegar no solo a las FARC, sino también a la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y a los grupos paramilitares nucleados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Los años de Uribe en el gobierno han sido –y continúan siendo- objeto de disensos y contrapuntos que se prolongan hasta el presente, con profundas controversias en torno al respeto a las libertades individuales, el empleo del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en tareas de espionaje interno, y los vínculos de funcionarios y parlamentarios oficialistas con los grupos paramilitares (fenómeno conocido como “parapolítica”). Pero queda fuera de toda duda que, en ese lapso, el Estado retomó la iniciativa en su lucha contra las FARC y les propinó importantes derrotas.
No existe consenso en torno a cuáles fueron las claves de esos éxitos, pero hay dos factores que no pueden ser soslayados: por un lado, la puesta en práctica de la Política de Seguridad Democrática, que trascendió el aspecto armado del conflicto interno para incursionar en sus facetas políticas, económicas y sociales, configurando una estrategia gubernamental integral y multidimensional; por otra parte, el respaldo irrestricto de la Casa Blanca, sobre todo en el marco de la “guerra global contra el terrorismo” declarada por la administración de George Bush (h) tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Ese respaldo se plasmó en ayudas económicas, financiación de programas de erradicación y sustitución de cultivos, entrenamiento de efectivos militares y policiales, y provisión de avanzados sistemas de armas.
Específicamente en la esfera militar, fue de enorme importancia la reestructuración de las Fuerzas Armadas poniendo énfasis en su movilidad, velocidad de respuesta y “conjuntez”. En este sentido, un acierto notable fue la constitución de la Fuerza de Tarea Conjunta Omega, integrada por unos veinte mil efectivos organizados en varias brigadas móviles, cuyo objetivo es desarrollar campañas largas y continuas contra el Secretariado de las FARC. Otra acertada medida fue la creación de la Jefatura de Operaciones Especiales Conjuntas (JOEC) que tuvo un rol decisivo en el empleo de tropas de elite, y en la reunión y el procesamiento de información.
Los mayores éxitos gubernamentales en el combate a las FARC se registraron en la segunda presidencia de Uribe y se prolongaron durante el mandato del actual presidente Juan Manuel Santos. Y tuvieron lugar en un período extremadamente corto, menor de cuatro años, que se inició en febrero de 2008 con el fallecimiento de Tirofijo, a los 78 años de edad, y se prolonga hasta nuestros días.
FÉNIX – JAQUE – SODOMA – ODISEO
Los cuatro vocablos que conforman el título de este apartado, aparentemente inconexos entre sí, corresponden a los nombres codificados de las mayores y más exitosas operaciones que las instituciones militares y policiales de Colombia llevaron a cabo contra las FARC. Más allá de algunas aristas conflictivas que despertaron fuertes controversias, cada una de esas acciones constituyó un severo golpe al grupo insurgente y gozó de una amplia cobertura internacional.
La operación militar conjunta Fénix tuvo lugar en la madrugada del 1.° de marzo del año 2008 y consistió en el ataque al campamento del jefe insurgente Raúl Reyes, ubicado en Angostura, un paraje del norte ecuatoriano cerca de la frontera común. Aunque, en el operativo, Raúl Reyes cayó abatido junto a muchos de sus hombres, el incidente comenzó una etapa álgida en las relaciones entre Colombia, Ecuador y, sobre todo, Venezuela, de aproximadamente dos años duración. En su transcurso, el gobierno colombiano acusó reiteradamente al régimen bolivariano de colaborar con las FARC, mientras, en sentido inverso, se calificaba de acto belicista a la autorización para que los EE. UU. utilizaran algunas de sus instalaciones militares.
La información obtenida de las computadoras personales de Raúl Reyes, encontradas en el campamento de Angostura, confirmó el nivel de complejidad y transnacionalidad que alcanzaron las acciones criminales de las FARC2.
En este sentido, pueden mencionarse los vínculos con grupos criminales de Brasil; el tráfico de armas en Perú, donde además coordinan acciones con SL, cultivan coca en los territorios amazónicos y reclutan forzadamente aborígenes; la instalación de santuarios en Ecuador y Venezuela; la legalización de activos procedentes de actividades ilícitas en Costa Rica y otras naciones centroamericanas; en México, el vínculo con los carteles criminales y con el Ejército Popular Revolucionario (EPR); la ejecución de secuestros extorsivos en Paraguay, operando combinadamente con el partido Patria Libre; los lazos con la organización separatista vasca ETA y con el Ejército Republicano Irlandés (IRA); los contactos con el recientemente derrocado líder libio Muamar Gadafi, orientados a la adquisición de misiles antiaéreos; la vastísima red de ONG europeas que le brindan respaldo y promueven su ideario (el oficial, no el criminal, por supuesto); y el sostén de las fuerzas políticas latinoamericanas nucleadas en la Coordinadora Continental Bolivariana (CCB)3.
La operación Jaque, ejecutada a mediados del año 2008, consistió en el rescate de una docena de rehenes del grupo, incluida la dirigente política y ex candidata presidencial Ingrid Betancourt. Los militares participantes se hicieron pasar por guerrilleros y se camuflaron de manera acorde, y cumplieron con su misión sin disparar un solo tiro.
Las características de la operación se describen con claridad en el reporte oficial. El Ejército colombiano había logrado infiltrarse en la cuadrilla de las FARC encargada de custodiar a los secuestrados. Además, se habían interceptado las comunicaciones entre esa unidad y el secretariado de la organización y, por ese medio radial, se logró convencer al insurgente responsable de los rehenes de que estos fueran reunidos en un solo sitio desde donde serían trasladados al sur del país. El traslado se efectuaría a través de un helicóptero de la Cruz Roja, en el cual también viajaría el carcelero. Esa nave, en realidad, era del Ejército y su tripulación estaba compuesta por personal especialmente capacitado que redujo al guerrillero y liberó a los cautivos4.
El Mono Jojoy fue muerto en septiembre de 2010, en el marco de la operación Sodoma. Según se dice, fueron necesarios una treintena de aviones, una cantidad similar de helicópteros y unos 600 hombres para demoler el búnker de concreto donde se escondía este líder rebelde y para doblegar su anillo de protección en el paraje La Macarena, en el departamento de Meta.
El corolario de esta zaga de derrotas de las FARC fue la operación Odiseo, a principios de octubre de 2011, en cuyo marco cayó abatido Alfonso Cano. Las primeras pistas sobre la ubicación del comandante de las FARC fueron proporcionadas por desertores de la organización y confirmadas por agentes policiales infiltrados en su seno. También se emplearon sofisticados equipos para rastrear el espectro de comunicaciones, lo que obligó a Cano a descartar el correo electrónico y los teléfonos celulares como medios de comunicación, a fin de evitar la intercepción. La única manera de transmitir sus órdenes fue mediante personas de confianza que actuaban como correos, una limitación que dañó las capacidades del líder insurgente para ejercer tareas de comando y control.
Finalmente, el campamento de Cano fue ubicado en un remoto paraje de la Cordillera Central, donde fue intensamente bombardeado y luego atacado por casi un millar de soldados helitransportados. El jefe insurgente intentó escapar del cerco, pero no lo logró y murió en el intercambio de disparos. Además, en el lugar se encontraron siete computadoras y 33 memorias USB con información sobre la organización, lo que facilitará nuevos golpes por parte de las fuerzas estatales.
Luego de este revés, el máximo cargo de las FARC quedó en manos de Rodrigo Londoño Echeverri (alias “Timoleón Jiménez” o “Timochenko”), un médico especializado en Cardiología de la Universidad Patrice Lumumba de la entonces existente Unión Soviética, incorporado a las filas de la organización hace treinta años. Se supone que este jefe no tiene el carisma ni el liderazgo de sus antecesores Tirofijo y Alfonso Cano, en parte porque se ha visto obligado a ocultarse en Venezuela en varias ocasiones, por lo que su presencia en zona de combate no es muy destacada.
ALFONSO CANO, PAREDÓN Y DESPUÉS…
El abatimiento de Cano en noviembre del año pasado precipitó a las FARC en uno de los períodos más difíciles de su existencia. La desmoralización se propagó entre las filas de la organización y hasta en sus comandos, y se multiplicaron las deserciones. Estas alcanzaron una cantidad tal que llevaron a la cúpula de la organización a disponer que toda deserción fuera penada con la muerte de su protagonista o, en su defecto, de sus familiares directos. El presidente Santos señaló, con razón en esos momentos, que la caída del líder fariano apenas tres años después de haber sido elegido “es, sin ninguna duda, el golpe más importante que se haya dado en la historia de la lucha contra este grupo subversivo”.
Accesoriamente, la caída de Cano cerró un año durante el cual, según cifras oficiales, se desmovilizaron unos 1,3 mil guerrilleros, mientras una cantidad similar fueron capturados y más de 350 murieron en combate. De acuerdo con el general Alejandro Navas, comandante de las Fuerzas Militares colombianas, hacia fines de 2011, las FARC contaban con aproximadamente nueve mil efectivos, lo que supone una caída del 50% en su membrecía respecto de ocho o nueve años atrás.
Frente a este desfavorable escenario, que dejó a las FARC con sus capacidades operativas notoriamente mermadas, la decisión de su cúpula apuntó a un triple objetivo: recomponer la alicaída imagen de la organización ante la sociedad, replantear su estrategia frente al gobierno presentando un cariz conciliador y romper la dinámica de las operaciones ofensivas de las Fuerzas Armadas. En concordancia con esta decisión, el grupo anunció la próxima liberación de los últimos policías y soldados que mantiene secuestrados5, uniformados que fueron tomados cautivos en asaltos realizados entre 1998 y 1999, en los picos más altos de la actividad rebelde.
Al mismo tiempo, las FARC ratificaron a un grupo de figuras latinoamericanas, entre ellas Isabel Allende y Rigoberta Menchú, su renuncia al secuestro, minimizado a “retenciones de personas”, como método de financiamiento. La noticia se conoció mediante un comunicado en el que se lee lo siguiente: “Mucho se ha hablado acerca de las retenciones de personas, hombres o mujeres de la población civil, que con fines financieros efectuamos las FARC a objeto de sostener nuestra lucha (…) anunciamos también que a partir de la fecha proscribimos la práctica de ellas en nuestra actuación revolucionaria”.
Estos anuncios conciliadores han generado un efecto positivo entre los analistas y especialistas del conflicto, aunque debe destacarse que la sensación predominante fue de escepticismo. Un escepticismo que no apunta tanto a las verdaderas intenciones del Secretariado de la entidad, sino a la conducta que seguirán unidades menores dotadas de un alto grado de autonomía decisoria, sobre todo en lo vinculado a cuestiones tan importantes como su financiamiento.
En este punto, no son datos menores la atomización que se observa en algunos sectores del grupo ni la dependencia económica de los secuestros extorsivos que se observa en ciertos frentes, como los que se despliegan en la frontera con Venezuela. Por otra parte, ya se ha mencionado que Timochenko parecería no tener el grado de control de las bases que tenían sus antecesores, por lo que le resulta muy difícil aplicar de manera efectiva la medida anunciada.
Sin embargo, la actitud del Ejecutivo colombiano no fue la que esperaban los insurgentes. Es cierto que la liberación de todos los rehenes y el fin del secuestro son dos de las condiciones que plantea el gobierno de Santos para iniciar un diálogo de paz con las FARC y poner fin al conflicto interno de casi medio siglo. Pero exige además la suspensión de los atentados y del involucramiento con el narcotráfico, así como la disposición de deponer las armas y reintegrarse a la vida civil.
Claramente se perciben en este punto las brechas que todavía se registran entre Santos y las FARC, ya que esta organización no menciona en su comunicado ninguna intención de abandonar las armas. De hecho, en forma casi simultánea a su anuncio, perpetró una fuerte ofensiva en el departamento del Cauca, que motivó un desplazamiento especial de tropas.
Aunque anunciaron la liberación de una decena de efectivos militares y policiales, las FARC tampoco se refirieron a por lo menos 300 civiles que mantiene cautivos. Esos guarismos surgen de los reportes de la cartera de Defensa y la Unidad de Derechos Humanos del ministerio público, aunque los cálculos de la Fundación País Libre y otras entidades civiles duplican las cifras oficiales.
Atento a su fuerte influencia sobre el Palacio de Nariño, sede presidencial colombiana, conviene consignar que la administración Obama de los EE. UU. también rechazó la propuesta de las FARC. Aunque calificó al anuncio como un paso “importante y necesario”, advirtió que sólo será creíble cuando se lo ponga en práctica. En este sentido, Neda Brown, portavoz del Departamento de Estado, recordó que los insurgentes efectuaron diferentes promesas en otras ocasiones que nunca fueron cumplidas.
Queda claro que en estos momentos el presidente Santos exhibe una postura de fortaleza en su dialéctica con las FARC, que le permite dictar los contenidos y los límites de cualquier negociación directa bilateral.
Ese holgado margen de maniobra se sustenta en un importante respaldo ciudadano: un sondeo de opinión pública realizado por la firma Gallup luego de la operación Odiseo confirmó que la imagen presidencial alcanzaba una tasa de aprobación del 72%, que trepaba al 84% al evaluar si las Fuerzas Armadas estaban en condiciones de vencer en combate al grupo guerrillero6.
Otra encuestadora, en este caso el Centro Nacional de Consultoría de Bogotá, le otorgaba al mandatario índices de aprobación aún más altos, del 83%.
La ventaja de Santos también se expresa con relación a su antecesor Álvaro Uribe, quien criticó su política de seguridad y lo acusó de desmoralizar las instituciones militares. Estas acusaciones permiten interpretar que, cuando Santos aseguró en oportunidad de la caída de Cano que las Fuerzas Armadas “jamás bajaron la guardia”, estaba enviando un claro mensaje al uribismo.
La reciente subestimación gubernamental del anuncio insurgente sobre la liberación de rehenes y el abandono de la práctica del secuestro, se suma al rechazo asumido en los primeros días de este año a los contenidos de una carta dirigida al mandatario, donde el mencionado Timochenko lo invita a retomar las negociaciones que quedaron truncas en la época del presidente Pastrana. Esos diálogos, de acuerdo con el líder insurgente, debían incluir discusiones sobre privatizaciones, desregulación económica, depredación ambiental, democracia de mercado y doctrina militar.
En forma sintética, la postura de Santos consiste hoy en exigir a las FARC hechos concretos de paz que trasciendan la mera retórica, pero sin permanecer en una postura estática hasta tanto dichas pruebas se hagan realidad. Por eso, a fines del año 2011, se impulsó una innovación en las estrategias militares de despliegue y ocupación territorial, que permitan alcanzar el éxito en la confrontación interna. Entre otros efectos, esa innovación redundó en la constitución de cuatro unidades especiales para perseguir a mandos intermedios de las FARC considerados claves en el financiamiento del grupo. Las unidades operarán como Fuerzas de Tareas Conjuntas en los departamentos de Arauca, Norte de Santander, Cauca y Nariño.
En definitiva, a una década del inicio de una estrategia gubernamental verdaderamente proactiva para neutralizar y desarticular a las FARC, estas atraviesan su coyuntura más difícil. Frente a estas circunstancias, persisten las disyuntivas en torno a la posición del presidente Santos: ¿Cálculo certero o abuso de confianza? ¿Soberbia o estrategia? Los tiempos por venir indicarán entonces si el presidente tuvo la razón o, por el contrario, desaprovechó una buena oportunidad para comenzar una ardua y larga desescalada del conflicto interno colombiano. ◊