El éxito en la economía del conocimiento llega a quienes se conocen a sí mismos; sus fortalezas, sus valores y cómo se desempeñan mejor.
Vivimos en una época de oportunidad sin precedentes: si se tiene ambición e inteligencia, se puede llegar a la cima de la profesión escogida, sin importar dónde se comenzó. Pero con la oportunidad viene la responsabilidad. Las empresas de hoy no están gestionando las carreras de sus empleados; los trabajadores del conocimiento deben, en la práctica, ser sus propios CEO. Depende de cada uno abrirse un lugar, saber cuándo cambiar de rumbo y mantenerse comprometido y productivo durante una vida laboral que podría abarcar unos 50 años. Para hacer todo esto bien, se debe cultivar una profunda comprensión de sí mismo; no sólo de cuáles son sus fortalezas y debilidades, sino también de cómo se aprende, cómo se trabaja con otros, cuáles son los propios valores y dónde se puede hacer la mayor contribución. Porque sólo cuando se opera a partir de fortalezas se puede alcanzar la verdadera excelencia.
¿Cómo debería contribuir?
A lo largo de la historia, la gran mayoría de las personas nunca tuvo que preguntarse: “¿Cómo debería contribuir?”. Se les decía cómo contribuir, y sus tareas eran dictadas por el trabajo en sí (como en el caso del campesino o el artesano) o por un patrón (en el caso de los sirvientes domésticos). Y, hasta hace muy poco, se daba por sentado que la mayoría de las personas eran subordinados que hacían lo que se les ordenaba. Incluso en los años ’50 y ’60, los nuevos trabajadores del conocimiento (los llamados hombres organización) dependían del departamento de personal de sus empresas para planificar sus carreras.
Luego, a finales de los años ’60, nadie quería que le dijeran qué hacer. Los hombres y mujeres jóvenes comenzaron a preguntar: “¿Qué quiero hacer yo?”. Y lo que escucharon fue que la manera de contribuir era “hacer lo tuyo”. Pero esta solución era tan equivocada como la de los hombres organización. Muy pocas personas que creyeron que hacer lo suyo conduciría a una contribución, a la autorrealización y al éxito lograron alguna de las tres cosas.
Pero, aun así, ya no hay vuelta atrás a la vieja respuesta de hacer lo que a uno le digan o le asignen. Los trabajadores del conocimiento, en particular, deben aprender a hacerse una pregunta que no se habían formulado antes: “¿Cuál debería ser mi contribución?”.
Para responderla, deben abordar tres elementos distintivos: “¿Qué requiere la situación? Dadas mis fortalezas, mi forma de desempeñarme y mis valores, ¿cómo puedo hacer la mayor contribución a lo que debe hacerse? Y por último, ¿qué resultados deben alcanzarse para hacer una diferencia?”.
Considere la experiencia de un administrador hospitalario recién nombrado. El hospital era grande y prestigioso, pero dormía en los laureles de su reputación hacía 30 años. El nuevo administrador decidió que su contribución sería establecer un estándar de excelencia en un área importante al cabo de dos años. Eligió enfocarse en la sala de emergencias, que era grande, visible y desorganizada. Decidió que cada paciente que ingresara a la sala de emergencias debía ser atendido por una enfermera calificada dentro de los primeros 60 segundos. En doce meses, la sala se convirtió en un modelo para todos los hospitales de EEUU y, en los siguientes dos años, todo el hospital fue transformado.
Como sugiere este ejemplo, rara vez es posible mirar demasiado al futuro. Un plan por lo general no puede cubrir más de 18 meses y todavía ser razonablemente claro y específico. De modo que la pregunta, en la mayoría de los casos, debería ser: “¿Dónde y cómo puedo obtener resultados que hagan una diferencia dentro del próximo año y medio?”. La respuesta debe balancear varias cosas. Primero, los resultados deberían ser difíciles de lograr; deberían requerir una “estirada”, para usar la jerga actual. Pero también deberían ser alcanzables. Aspirar a resultados que no pueden alcanzarse –o que solo pueden ser alcanzados en las circunstancias más improbables– no es ser ambicioso; es ser tonto.
Segundo, los resultados deberían ser significativos. Deberían hacer una diferencia. Por último, los resultados deberían ser visibles y, en la medida de lo posible, cuantificables. De aquí surgirá un curso de acción: qué hacer, dónde y cómo comenzar y qué metas y plazos fijar.
Responsabilizarse de las relaciones
Muy pocas personas trabajan por sí solas y consiguen resultados por sí solas: algunos grandes artistas, unos cuantos grandes científicos, unos pocos grandes atletas. La mayoría de las personas trabajan con otros y son eficaces con otros.
Esto es cierto en el caso de que sean miembros de una organización o de que trabajen como independientes. Gestionarse a sí mismo requiere responsabilizarse de las relaciones. Esto tiene dos partes. La primera es aceptar el hecho de que las otras personas son tan individuos como usted. Insistirán malsanamente en comportarse como seres humanos. Esto significa que ellos también tienen sus fortalezas; también tienen sus maneras de hacer las cosas; también tienen sus valores. Por lo tanto, para ser eficaz, usted debe conocer las fortalezas, los modos de desempeño y los valores de sus compañeros de trabajo.
Esto suena obvio, pero pocas personas le prestan atención. Típica es la persona que fue entrenada para escribir informes en su primer trabajo porque su jefe era un lector. Aun si el siguiente jefe es un auditor, la persona seguirá escribiendo informes que, invariablemente, no producirán ningún resultado.
El jefe siempre pensará que el empleado es estúpido, incompetente y flojo, y que fracasará. Pero eso podría haberse evitado si el empleado tan sólo hubiese observado al nuevo jefe y analizado cómo ese jefe se desempeña. Los jefes no son ni un título en el diagrama organizacional ni una función. Son individuos y tienen derecho a hacer su trabajo como mejor sepan hacerlo. Es responsabilidad de las personas que trabajan con ellos observarlos, averiguar cómo trabajan y adaptarse a aquello que los hace más eficaces. Éste es, de hecho, el secreto de administrar al jefe. Lo mismo es válido para todos sus compañeros de trabajo.
Cada uno trabaja a su manera, no a la de usted. Y todos tienen derecho a trabajar a su manera. Lo importante es si efectivamente se desempeñan y cuáles son sus valores. Las organizaciones ya no se construyen sobre la fuerza, sino sobre la confianza. La existencia de confianza entre las personas no necesariamente implica que se agraden mutuamente. Significa que se comprenden mutuamente. Responsabilizarse de las relaciones es por lo tanto una necesidad absoluta. Es un deber. Sea uno miembro de una organización, consultor, proveedor o distribuidor, tiene esa responsabilidad con todos sus compañeros de trabajo: aquellos de cuya labor uno depende y también aquellos que dependen del trabajo de uno. Respetar a los demás es ser responsable.