EL MÁGICO ESCRITOR

Gabriel García Márquez no sólo fue un magnífico escritor. Gabo confiaba en que tomar estas decisiones lo llevaban más allá de lo evidente y así podía profundizar en los conflictos y explorar otros nuevos.

De sus trabajos literarios, mucho se ha hablado de que lo que escribía era literatura fantástica, a lo que García Márquez respondía, que sobre lo único que escribió toda su vida fue sobre la realidad latinoamericana en general y colombiana en particular. La novela Cien años de soledad es considerada la obra emblemática del realismo mágico, corriente que nace a mediados del siglo XX, y que se caracteriza por contener elementos fantásticos o mágicos que están dentro de una historia realista. Su más famosa novela no es sólo un redescubrimiento poético del mundo, sino un mapa simbólico de la historia de Colombia. El escritor colombiano comprendió que “la realidad es también los mitos de la gente, es,,,,,,, las creencias, es sus leyendas; que no nacen de la nada, son creadas por la gente, son su historia, son su vida cotidiana e intervienen en sus triunfos y en sus fracasos”.

Gabriel García Márquez además de ser un enorme artista fue un hombre político, comprometido con la realidad latinoamericana, comprometido con la humanidad. Fue un revolucionario. A través de su narrativa nos mostró la realidad de América Latina, nos hizo entender que no hay mejor término para definir al continente latinoamericano como maravilloso, en el sentido más profundo: no obedece a las leyes naturales, (aclaramos que esas leyes naturales a las que hacemos referencia son construcciones rígidas, pero humanas) y es por esto que América Latina debe encajar en una forma nueva, particular, auténtica y autóctona; y no como un continente que busca ser otro, sino como un continente que se reconoce por primera vez.

UN POETA EN ESCENA

Alfredo Alcón vivió apasionado por su trabajo y construyó una vasta y poderosa trayectoria, la cual finalizó con la obra Final de Partida, del dramaturgo Samuel Beckett, de quien era un ferviente admirador.

Un personaje como Alcón puede dispararnos la pregunta: ¿qué diferencia a un buen actor de uno no tan bueno? La respuesta la podemos encontrar poniendo la mirada, justamente, en la obra del actor argentino, un gigante del arte de la interpretación. Exactamente, ¡interpretación! Porque lo que define a un actor es su capacidad de interpretar, ponerse en la piel del personaje, como él lo hizo, desde Hamlet hasta John Proctor.

Alfredo Alcón supo cómo hacerlo, comprendió la necesidad de generar verdad dentro de la ficción, y para que eso ocurra es necesario que al actor le sucedan cosas mientras interpreta. Alcón nos mostró lo que le pasaba a él, actor, arriba del escenario, en la pantalla de cine y de televisión. Se expuso en tiempos en donde la exposición es temida, en donde hay que esconderse atrás de máscaras masivas construidas por otros. Él se quitó las máscaras y construyó verdad. Era dueño de sus fortalezas y de sus debilidades y las daba a conocer, nos exhibió su visión del mundo. Cuando alguien muestra su verdad el público le está eternamente agradecido porque inmediatamente hacemos empatía con lo verdadero, ya que más allá de la diversidad hay algo universal en la subjetividad del ser.

Alfredo Alcón fue otro revolucionario, quien logró tomar las herramientas de su arte, la actuación, para hacerlas propias y como resultado mostrarle a la sociedad algo vivo, verdadero y transparente.

DE LA LIBERTAD A LA VERDAD

Esta ficción verdadera que creaban García Márquez mediante su obra literaria y trabajo periodístico, y Alcón mediante la interpretación de sus personajes tiene una condición sin ecuanon, ser libre.

La libertad no se obtiene mediante un “ciego libre albedrío, sino…que la libertad de creación en el arte se da justamente cuando el artista ha aprendido los límites de la materia y de las herramientas que utiliza, cuando conoce su técnica. Tan sólo entonces nace la verdadera libertad creadora ”. Tanto García Márquez como Alfredo Alcón tenían un excelente manejo de las herramientas con las que debían trabajar, y eso les permitió ser libres creadores, y crear verdad.

Muchos pensadores del siglo XX consideraban que el arte tiene una función social. Theodor Adorno consideraba que su función es mostrar otra realidad posible, negando la existente. Al postular la existencia de aquello que en el mundo empírico no existe, cuestiona el hecho de que no exista. Promete lo que no existe y formula la exigencia de eso, que por el hecho de aparecer, tiene que ser posible y real.

Tanto García Márquez como Alcón han cumplido con la expectativa de Adorno. Nos han mostrado un mundo con libertad de creación, donde la subjetividad del sujeto es lo que le da valor a la obra, y en donde las subjetividades crean verdad. Por ende se plantea un mundo donde la diversidad crea, la diversidad construye, y ahora está en nosotros llevar al plano social esta realidad posible que encontramos en la obra de Gabo y de Alcón.