NIÑOS Y DETENCIÓN DOMICILIARIA

Hussein y Ziad, 15 y 14 años respectivamente, viven en Silwan. Un conflictivo barrio Palestino de Jerusalén Este, adyacente a la Ciudad Vieja y a la venerada mezquita de Al-Aqsa. La población, de 30.000 personas, vive bajo la constante amenaza de la demolición de sus casas, la mayor presencia de judíos colonos y el plan del Ayuntamiento de convertir parte del barrio (la zona de Al- Bustan) en un parque nacional, “el jardín del rey” (en referencia al Rey David).

No se puede hablar con Hussein y con Ziad en ninguna otra parte que no sea en casa de Hussein. En caso contrario, podría haber problemas. Está en detención domiciliaria. Hussein y Ziad, primos, fueron detenidos, con otros cuatro jóvenes, el 11 de noviembre de 2012 y acusados de no precisamente delitos menores: de intentar acuchillar a un colono, de arrojar cócteles molotov y el clásico de tirar piedras, “lo que puedas imaginar, era una lista muy larga”, apostilla Ziad, “teniendo en cuenta que no hicimos nada de lo que incluía”.

Tras su arresto, fueron directamente a prisión. Ziad, durante cuatro días. Hussein, dos semanas. Cuando salieron, Hussein fue puesto en arresto domiciliario en casa de su tía. Fue su peor momento. No podía ir a la escuela o visitar a sus amigos. “Estaba en la casa, navegaba por internet, veía la tele. No mucho más”, dice Hussein, un chaval alto que permanece con el teléfono móvil en el rabillo del ojo para controlar cualquier novedad que le pueda llegar por Facebook. Tímido y achulado, una combinación que solo los adolescentes llegan a perfeccionar, Hussein dice que ahora está mucho mejor, porque ha vuelto a casa de sus padres y porque ahora le dejan ir a la escuela.

“He perdido muchas clases y se me hace difícil ahora alcanzarlos, me quedo mirando a la pizarra. Pero el caso es que no quiero ir a la escuela, quiero trabajar”. Ziad, más pequeño de estatura, todavía más crío, lo mira y asiente con una expresión que viene a decir, “yo también, colega”.

La madre de Hussein, se sienta con el periodista y la traductora en el modesto salón de la casa, tras servir el consuetudinario té a los visitantes. Es una figura silente, atenta, que sonríe de forma leve ante algunos comentarios de su hijo y que tiende a mirar la fotografía que preside la habitación: su primogénito, el hermano de Hussein, está todavía en la cárcel.

Hussein, tras salir de prisión, recibió atención psicológica por el equipo de MSF establecido en Jerusalén Este. De acuerdo con los terapeutas, se encontraba hiperactivo, nervioso, agresivo e irritable y tenía constantes memorias de su arresto. Tras el tratamiento y, sobre todo, tras el regreso a la casa paterna, donde se siente más seguro, su mejora ha sido evidente. Alardea de su escuela, “nuestros amigos nos dijeron ayer que nos habían echado de menos, que somos buenos colegas y ahora incluso más”. El paso por prisión supone un inmediato ascenso en su estatus entre sus pares. Preguntado si los otros estudiantes los perciben ahora como héroes, la respuesta es inmediata y, de hecho, es una pedrada. “No, qué va, muchos de nuestros compañeros han pasado también por prisión”.

“La prisión no fue mala. Mi hermano estaba allí y los presos me cuidaron mucho. Eramos muchos en una misma sala, pero luego nos pusieron en una celda con ocho. Nos levantaban a las cinco de la mañana para recuento y registro. Si no nos levantábamos, nos pegaban. Luego salíamos al patio. Teníamos comunicación con casa. Hacíamos clases. Mates y también podíamos pintar. Nosotros pintábamos sobre todo lo mucho que amamos Silwan, lo mucho que amamos Palestina”, añade el chaval.

Preguntado por cuál es el objeto que más valoran, que más odiarían perder, los dos primos no lo dudan y alzan las manos: unos brazaletes trenzados en hilo. Hussein apunta: “Nos los hicieron los presos, nos los dieron cuando salíamos. Los hacen con las toallas deshilachadas”.

Los equipos de MSF han detectado un aumento notable de menores de edad tanto en Hebrón (la mitad de los pacientes) como en Jerusalén Este, un proyecto que se ha abierto recientemente. Los niños son testigos directos o indirectos del conflicto: detenciones de sus familiares o de ellos mismos (a partir de doce años pueden ser encarcelados y son tratados como adultos a partir de los dieciséis), altercados con colonos, restricciones de movimientos por parte del ejército y luchas intestinas entre las facciones palestinas, acaban pasando factura. Muchos menores padecen aislamiento, alerta constante, terrores nocturnos, agresividad, problemas para controlar la orina y alteraciones del lenguaje, entre otros. La tensión constante también conlleva que se encuentren cansados, con dolores corporales, problemas para conciliar el sueño y/o falta de apetito. Estas reacciones pueden representarse como irresolubles para las familias y, sin tratar, pueden tener un impacto irreversible en el desarrollo del niño.

INCURSIONES NOCTURNAS EN HEBRÓN

Pleno invierno de 2013, durante una noche helada, la casa de Ibrahim fue objeto de incursión por parte de soldados israelíes. “Eran muchos, muchos, los soldados. De repente, rodearon la casa y escuchamos cómo rompían todas las ventanas. Echaron abajo la puerta. Irrumpieron como salvajes, no nos dejaron ni hablar, ni preguntar, no les importó si en la casa había ancianos o niños. Nos obligaron a salir a todos, al frío del invierno con lo puesto”, explica Ibrahim, el cabeza de familia. Viven en el norte de Hebrón, en una comunidad pequeña, de aproximadamente 400 personas.

Los soldados arrestaron a Youssef, el hijo de Ibrahim que, con 26 años, vivía en la casa con sus padres y hermana. Durante la detención, de acuerdo con Youssef, los soldados le golpearon brutalmente en los testículos, le dieron una paliza mientras le vejaban y se reían de él. Ese fue sólo el principio de su calvario. En la prisión, demandó ser visto por un médico, pero el facultativo apenas lo observó y le recetó aspirinas.

Youssef, aislado en una celda sin ventilación en la cual apenas podía estirar las piernas, asegura que fue interrogado durante 59 días, en los cuales únicamente le daban una hora de descanso. Las palizas se sucedieron hasta que, finalmente lo trasladaron a otra celda, con un preso “colaborador”, destinado a obtener de Youssef información. Youssef asegura que uno de sus amigos, detenido en las mismas fechas, falleció como consecuencia de las torturas. El fue transferido finalmente a otra prisión donde pasó siete meses.

Los equipos de MSF trabajaron con la familia después de la incursión y de la detención de Youssef. Tres semanas después de su encarcelamiento, se detectó que eran tres los miembros de la familia, Ibrahim, su mujer y su hija, los que necesitaban apoyo psicológico mientras Ibrahim estaba asimismo aquejado de problemas respiratorios. Desde entonces, Ibrahim tartamudea, algo que no le había pasado nunca. Las incursiones en la zona siguen sucediéndose regularmente, lo que provoca que la familia viva en constante preocupación y miedo.


Tras la liberación de Youssef, siete meses después, la familia pidió a MSF que lo visitara. Su encarcelamiento había tenido graves consecuencias para él, pero también para su familia. Ya no podía trabajar y todavía estaba bajo cuidados médicos, lo que estaba causando penurias económicas a toda la casa. No podía ocuparse como fontanero, su anterior profesión. Youssef no dormía bien, desconfiaba de todo el mundo y se estaba encerrando, rehuía todo contacto social. Debía dinero, el que había tenido que pedir para ayudar a su familia mientras estuvo encarcelado.

Empezó a recibir apoyo psicológico, médico y de una trabajadora psicosocial de MSF. Todavía ahora acude a sesiones de terapia, aunque ello suponga un viaje de más de una hora y tenga que atravesar varios controles del ejército. Mientras se va recuperando de las lesiones que arrastra desde la prisión se ha inscrito en un curso de especialización de fontanería. Por primera vez ha recuperado cierto optimismo y cree que podrá, poco a poco, salir adelante.

NIÑOS Y FUEGO REAL

Yaqub tiene 17 años. Vive con su familia en Al Fawwar, un campo de refugiados cerca de Hebrón que fue creado en 1950 después de lo que es conocido para los palestinos como Al Nakba (la catástrofe) de 1948. Allí huyeron habitantes de pueblos como Iraq Al-Manshiyyah, Beit Jibreen, Tal As-Safi, Samu’el, Falujah….El campo de refugiados consta ahora de 7.000 personas y es conocido por ser un “punto caliente” de enfrentamientos con las fuerzas de seguridad israelíes. Justo al lado del campo, a tan sólo 2 kilómetros, han erigido una base militar. La torre de vigilancia, visible desde todas partes es un recuerdo constante de la presencia militar en el territorio. Aunque es difícil de olvidar, porque la población del campo está sujeta a continuos controles de carretera. A tan sólo 4 kilómetros se encuentra el asentamiento de colonos de Hagai, que ocupa 400 km2.

Pero éstos hechos no suponían preocupación alguna para Yaqub el 9 de enero de hace cuatro años. Él estaba, aliviado porque justo había acabado un examen de árabe y se preparaba para un partido de fútbol con sus amigos, en un terreno cerca del colegio. También cerca del colegio, casi en la valla, se habían apostado cuatro o cinco soldados. Algunos chavales empezaron a tirarles piedras. Los soldados respondieron disparando. Con fuego real. Yaqub no recuerda mucho más, porque perdió el conocimiento. Se despertó en el hospital. Una bala le atravesó el abdomen y se alojó en su espalda. Le afectó la columna.

No iba a andar nunca más. Aunque eso nadie se lo dijo. No al principio. Los médicos sólo le dijeron que su condición era crítica y que tenía que ser transferido a Jordania para más tratamientos. Estuvo en un hospital en el país vecino durante 75 días.

Fue solo a su vuelta a casa. Fue su madre la que se encargó de comunicarle la noticia. Yaqub necesitaría una silla de ruedas para moverse. Yaqub no lo encajó bien. No lo encajó de ninguna manera, no lo quería aceptar. Su ira se dirigió hacia su madre, la insultaba, se enfurecía con el mundo, rompía cosas en la casa. No dormía, gritaba y lloraba a menudo, cada día, muchos días. En junio, la madre de Yaqub decidió pedir consejo a los especialistas de MSF, “recuerdo a la psicóloga y a la traductora que me vinieron a ver. Me ayudaron con la furia que sentía”, dice ahora Yaqub, al que también le visitó durante un tiempo un médico.

Ahora el chico pasa mucho tiempo en el garaje de su tío, viendo cómo él y sus primos arreglan coches. Cuando MSF dio por acabado su tratamiento, Yaqub tiene una nueva ocupación, una vocación que espera que pueda convertirse en una profesión: cuida pájaros.

Ahora tiene dos pájaros heridos en una jaula, con los que pasa mucho tiempo mientras se reponen. Habla con ellos. “·A veces creo que soy como los pájaros de la jaula, que no pueden volar. Pero entonces recuerdo que tal vez pronto tendré una silla de ruedas eléctrica que me permitirá volar, volar sin alas por todos los territorios ocupados”.

FAMILIA Y HUELGA DE HAMBRE

Adel, marido de Rania e hijo de Yousra, estuvo en huelga de hambre durante 105 días, como protesta por haber sido hecho preso sin sentencia firme y sin saber entonces cuándo acabaría su pena, cuando podría regresar con su familia. Después de 6 meses de prisión, lo sometieron a otros 6. Adel, en los últimos diez años, ya había estado entrando y saliendo de las prisiones israelíes. Acumula achaques y problemas médicos por esta causa.

Cuando Adel inició la huelga, MSF se puso en contacto con la familia. Tanto su esposa, Rania (32 años), como su madre Yousra, (62) estaban muy deprimidas, tristes y hurañas y tenían problemas para conciliar el sueño. Adel y Rania tienen cuatro niños, de entre seis meses y 13 años. Todos excepto uno han nacido cuando su padre ha estado preso. Uno de los chicos tiene problemas de salud graves que causan mayor preocupación a la familia. El último embarazo de Rania se ha utilizado para presionar a su marido, “vinieron y me detuvieron, me preguntaron muchas cosas, estaba embarazada y por eso traté de mostrarme fuerte, por amor a mis hijos”, dice Rania, “y mi suegra, Yousra, que es una mujer muy valiente, comenzó a tener espasmos por todo el cuerpo, no paraba de llorar, no salía de la casa, ya no hablaba con nadie. Ninguna de las dos dormíamos”.

Los equipos de MSF comenzaron a trabajar con las mujeres, tratando de que hicieran aflorar sus sentimientos y pudieran racionalizarlos. También intentaban asegurarse de la veracidad o no de los rumores que sobre la salud de Adel llegaban ininterrumpidamente a la casa. Los psicólogos también enseñaron a las dos mujeres técnicas para hablar con los niños y ayudarlos a lidiar con la situación de su padre.

La mejoría de la familia se notó enseguida, con mejoras en el sueño y en la gestión del estrés. Pero las mejoras se veían frustradas de diferente manera debido a las noticias alarmantes sobre el estado de Adel, cuya salud se deterioraba con rapidez.

Otros factores externos como nuevas incursiones y detenciones en el área, afectaban la evolución del tratamiento. La familia tuvo una regresión con una nueva incursión de soldados en la casa de un hermano de Adel. Los soldados tomaron fotografías de los niños de la casa durmiendo, lo que afectó en gran manera a los hijos de Adel, que de nuevo registraron episodios de ansiedad y volvieron a sentirse amenazados.

Fue solo cuando Adel decidió poner fin a la huelga de hambre (tras llegar a un acuerdo y ser condenado administrativamente) que la mejora se hizo evidente en cada uno de los miembros de la familia. Empezaron a mostrarse más esperanzados, retomaron las relaciones con los vecinos y se dispusieron a iniciar los preparativos para festejar la liberación de Adel.