¿De qué hablamos cuando hablamos de salud? Por ser amplio y complejo, el tema merece esta pregunta que, además, quedó caprichosamente formulada en imitación al famoso “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, de Raymond Carver. Sin distraernos del tema central, volveremos luego a Carver y veremos si evocar su texto nos brinda un aporte útil para nuestra reflexión.
Considerar a fondo el tema de la salud implica discutir muchos aspectos: dinero, planes sociales, prioridades políticas; medio ambiente, investigación científica, laboratorios; cuerpo humano, medicina, industria alimentaria; lo sicológico, la publicidad, los hábitos. Y mucho más. Pero si los ejes de nuestra vida dependieran solo de terceros, no podríamos sentirnos más que títeres en un escenario. Este artículo intentará conducirnos hacia una reflexión personal más optimista.
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de salud? Hoy y aquí, en esta página, queremos hablar de salud en términos de usted y su cabeza, usted y sus sentimientos, usted y sus prioridades. O de mí. O de cada uno de nosotros. Porque, a veces, hablar de uno es hablar de todos.
“¿Y a qué puede deberse esta dolencia, doctor?”, pregunta preocupado el paciente. “Mire, hoy sabemos que la causa principal de este problema es el estrés…”, contesta el facultativo. Ansiedad, pesadumbre, disgusto extremo, desapego, tristeza crónica, estrés… es amplio el abanico de emociones que nos dañan la salud mental y física. Por supuesto, ninguno de nosotros es inmune a ellas, y es del todo humano experimentarlas. Sin embargo, se mantiene en pie un gran remedio universal: el amor, la pasión, la certeza y serenidad de andar detrás de lo que nos conmueve y llena de sentido nuestra existencia. Y decirlo no implica desdeñar el impacto de los grandes dramas de la vida.
“De qué hablamos cuando hablamos de amor” es el título de un cuento de Raymond Carver y, además, el nombre del libro donde apareció publicado en 1981 junto a otros relatos del escritor. Desde aquel momento, la versión popularizada en todo el mundo fue una mutilada por el editor, quien deseaba lograr un relato más breve y descarnado. El cuento original del autor incluía párrafos que, a su modo, hablaban del profundo poder del amor1. Carver, el notable escritor minimalista de vida difícil, aquel que enfocaba la angustia existencial a través de las situaciones más ordinarias, el narrador cuyos personajes transitaban con frecuencia la incertidumbre y la desesperación, él mismo todavía creía en el amor.
Y no me importa que la idea pueda sonar como eslogan de publicidad barata: amor = salud. La fórmula se merece cualquier riesgo porque expresa una verdad urgente: el amor y la pasión por otra persona, por un sueño, por un pequeño logro, por una gran aventura; el amor como sustento. Y no es novedad, porque casi todo el arte de casi todos los tiempos nos emocionó al capturarlo y mostrarlo.
Miro por la ventana de este bar de la zona de Tribunales, región palpitante –para bien y para mal– del corazón de Buenos Aires. Veo una infinidad de automóviles y micros apiñados en un nudo que podría costar una eternidad desatar. “Escuchame, está todo colapsado, parece que cortaron algunas calles”, dice por teléfono y con desesperación una mujer de una mesa cercana. Y debe ser cierto: observo el espectáculo de un infierno poco común. Pero levanto más la vista y encuentro, allá lejos y detrás del concierto de bocinas, el Teatro Colón. De pronto, imagino su típico silencio sólido y mullido, ese momento previo a la explosión musical de una grandiosa orquesta, y casi escucho los armoniosos sonidos producidos por sus músicos, cadencias que me impulsan a pensar en otras excelsas ramas del arte y en otra clase de artistas. Enseguida aparecen campos y soles; reuniones familiares y reuniones de amigos; risas y bullicio; verdes, azules, rojos, amarillos… toda una paleta llena de vida.
Decido que en cinco minutos saldré hacia el infierno arropado en un manto de ideas felices. Afianzo mi resolución y digo que esa capa resistirá y no se rasgará. Sé que, si lo logro, habré contribuido a preservar mi salud mental y corporal; no solo la mía, sino también la de aquellas personas con quienes tendré trato más tarde. Vamos, que vale la pena.